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EL ENCARCELAMIENTO DE BARRIONUEVO Y VERA

"¡Felipe, sácalos!"

Barrionuevo y Vera mantuvieron la serenidad y agradecieron las muestras de apoyo de la cúpula socialista y los simpatizantes concentrados

Hay en la vieja prisión central de Guadalajara un patio con una higuera en el centro donde hace muchísimos años penaban al sol sus condenas las mujeres presas. Luego fueron destinados allí los policías corruptos, que ocuparon las cuatro celdas dobles, con letrinas pero sin ducha, del viejo pasillo prohibido a los demás reclusos. Hace ya algún tiempo que la galería fue cerrada para siempre.También Ana Barranco, una madrileña de 68 años, había guardado para siempre en su piso de Chamberí una bandera roja con la rosa del PSOE. Vieja socialista, nunca llegó a afiliarse, primero por miedo a los policías de Franco y luego porque creyó que nunca volverían los fantasmas del pasado, que ella nunca tendría que salir ya a gritar por la libertad a las puertas de una cárcel. Ayer, sin embargo, a eso del mediodía, dos funcionarios de prisiones, ayudados por varios presos de confianza, hicieron correr de nuevo los cerrojos de la vieja galería abandonada de la prisión central de Guadalajara; barrieron el pasillo, baldearon el patio, vistieron dos catres. Fuera, junto a la gran puerta de hierro de la prisión, María se sorprendió a sí misma con el puño en alto, cantando la Internacional, con lágrimas en los ojos y una sensación extraña de derrota; despidiendo a Rafael Vera y a José Barrionuevo. Gritando con muchos otros: "Nos están metiendo en la cárcel como antes".

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A estas horas, culpables o inocentes, condenados y presos en cualquier caso, el ex ministro socialista y su secretario de Estado de Seguridad estarán ya paseando alrededor de la higuera. Anoche se fueron de la libertad con una gran sonrisa, con mucha emoción. Fue una tarde larga, calurosa de espera y palabras antiguas. Pero no fue una tarde triste. O no lo fue al final, al menos. No tanto como la presentían Rafael Parodi, Fernando Durán y Emilio Subirá, tres socialistas de Palomares del Río, un pueblo pequeño del Aljarafe de Sevilla, que se habían montado en un autobús a las seis de la mañana. Antes de almorzar, ya estaban en la puerta de la cárcel de Guadalajara, paseando la acera una y otra vez, aprendiéndose de memoria el número 55 de la calle de la Virgen del Amparo, el portón verde que un rato después tendrían que cruzar Barrionuevo y Vera.

"Son inocentes a boca llena". La frase, pronunciada por uno de ellos y aprobada por los demás, dio paso a la tertulia: "Que nadie se crea que nosotros, socialistas de infantería como somos, estamos de acuerdo con los GAL. Suponemos que Pepe y Rafael, estando donde estaban, sabían como sabíamos todos que una gente andaba matando etarras por el País Vasco. Pero ellos no lo organizaron". "Que nadie crea", insistían, "que los socialistas hemos venido hoy aquí para hacer el paripé, creemos que son inocentes".

La tarde fue avanzando entre el calor y la esperanza inútil que traían las últimas noticias. "Ha dicho la radio", decía alguien buscando el milagro, "que el abogado de Rafa va al Supremo, que va a intentar que no lo enchironen hoy, a ver si es verdad". La tristeza se fue convirtiendo en una alegría rara; una especie de dulce derrota parecida a la de la última noche electoral. Entonces habían perdido, pero no por goleada. Ahora iban a despedir a dos compañeros de partido a la puerta de un penal, pero por lo menos seguían juntos, unidos, desempolvando viejos gritos -"¡libertad, libertad!" - pareados olvidados desde la transición y otros en plena vigencia: "Cascos, Aznar, os vamos a ganar".

Ya cerca de las siete, junto al estrado improvisado junto a la prisión, Ramón Rubial, el presidente del PSOE, asentía solo y en silencio a las palabras de Joaquín Almunia y José Barrionuevo. Quizá muy pocos de los allí reunidos presentían como Rubial lo que unos minutos después se iban a encontrar Barrionuevo y Vera tras el muro de la cárcel: de sus casi 90 años, 12 los pasó en las cárceles de Franco.

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Una vez más, Barrionuevo y Vera sorprendieron por su entereza. Durante el acto de despedida, mientras que Joaquín Almunia se dirigía a los militantes socialistas, los dos ex altos cargos, con apenas cinco minutos de libertad por delante, se dedicaron a consolar a sus compañeros, y no al revés. José Barrionuevo, con gestos afectuosos que incluían palmadas en la espalda, intentaba levantar el ánimo de un alicaído Juan Carlos Rodríguez Ibarra, el presidente extremeño.

"Vamos a entrar en prisión"

Sólo al dirigirse a los compañeros que habían ido a despedirle, a Barrionuevo se le desbocó la voz. Fue cuando dijo: "Ahora vamos a entrar en prisión...". Y todos los que allí estaban respondieron en un grito: "No, no, no". El ex ministro del Interior se agarró entonces al atril y los tranquilizó, con la garganta quebrada: "Sí, sí".Vera, tan frío, aguardaba en el estrado. Sin perder la sonrisa, animaba por turnos a Joaquín Almunia y al resto de dirigentes que se encontraban en la tribuna, incluido Rubial, y el presidente de los socialistas vascos, Txiki Benegas.

El camino del estrado a la puerta de la prisión -apenas 100 metros cuesta arriba- fue el delirio. Lo que quizá pensaron que sería calvario -"la foto que quería Aznar"- se convirtió sin embargo en una especie de paseo triunfal, bajo gritos de "inocentes, inocentes", con abrazos y apretones de manos; llevados en volandas hacia la puerta de la prisión.Incluso ya en la puerta de la cárcel, cuando se fundieron en un abrazo, el último antes de abandonar la libertad, con Felipe González, fueron los ya nuevos reclusos los que palmotearon la espalda del ex presidente, visiblemente más afectado que ellos. El último abrazo de los condenados fue para sus esposas e hijos.

Cuando Vera y Barrionuevo ya no podían consolar a nadie, cuando las puertas de la prisión se cerraron detrás de sus pasos, algunos de los máximos dirigentes del PSOE se derrumbaron definitivamente. A Alfredo Pérez Rubalcaba, el portavoz del partido, se le llenó la cara de lágrimas. Tampoco fue fácil consolar a Felipe González. Quienes lo conocen desde hace más de 20 años aseguran que nunca le habían visto exhibir públicamente -quizás sin quererlo después de una tarde tan larga de espera y de cárcel- su dolor y su rabia.

De regreso, cuando el ex presidente se dirigía a su coche para volver a Madrid, un grupo de militantes le pidió a gritos, le suplicó casi, depositando en él la fe inquebrantable de otros tiempos: "Felipe, sácalos".

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