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Columna
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El abandono del Sáhara

Sabe bien la ministra de Asuntos Exteriores, Trinidad Jiménez, que la política internacional de un país como el nuestro resulta de una difícil mixtura entre los principios y los intereses, entre las referencias morales que obligan y el cinismo que antepone las propias ventajas. Encontrar la necesaria armonía es una tarea muy ardua, que se complica aún más cuando se ven afectados algunos contados puntos geográficos -Cuba, Guinea Ecuatorial, el Sáhara- donde la posición que se adopte generará también graves repercusiones en el ámbito de la política interior. El abandono del Sáhara y de los saharauis, que se hizo tras la Declaración del 14 de noviembre de 1975, ya en tiempo de descuento del general(ísimo) Franco que agonizaba en el hospital La Paz, sigue alimentando una mala conciencia ciudadana, cargada de consecuencias que a la vista están 35 años después. De modo que estamos emplazados de manera muy particular. Es una herencia irrenunciable que nos afecta a todos. Al Gobierno y a la oposición de ahora, de antes y de mañana, y a la ciudadanía de mientras tanto.

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En cualquier caso, la inteligencia de un pasado, que tanto gravita sobre el presente, puede proporcionar esclarecimientos relevantes. Veamos, por ejemplo, la crónica que un periodista buen amigo mío firmaba en el número 27 del semanario Posible correspondiente al 17-23 de julio de 1975. Estaba fechada en El Aaiún, la capital del territorio, en cuyo Parador se alojaban los enviados especiales de prensa, incluido el joven Arturo Pérez Reverte. Se iniciaba así: "Dijo Kissinger 'el Sáhara para Marruecos' y la luz se hizo". La crónica abordaba cómo la reiterada postura española a favor de un Sáhara independiente se había difuminado. Subrayaba que, atendiendo altas inspiraciones oficiales, se empezaba a abogar por una "negociación flexible" con Marruecos. Véase en ese sentido el artículo de Torcuato Luca de Tena en el diario Abc y el editorial del diario Ya, de la Editorial Católica, Salir del Sáhara.

Había que decirlo con toda claridad, y no se decía entonces, que un Sáhara marroquí era el interés de los Estados Unidos, pero el modo en que se procedió quebrantaba los deberes y los intereses de España. Era sonrojante la pasividad de la diplomacia franquista, incapaz de lograr el respaldo norteamericano para la histórica reivindicación de Gibraltar y plegada con toda docilidad al dicktat de Washington, que revestía caracteres de descaro.

En Madrid preocupaba, sobre todo, que una situación caliente en el Sáhara abonara un sentimiento de frustración en el Ejército expedicionario allí destacado. El antecedente portugués del Movimiento de las Fuerzas Armadas (MFA) -tan nuevo y tan cerca- ilustraba las consecuencias interiores que podían derivarse de un conflicto con perfiles coloniales que, tras el prolongado silencio impuesto por la declaración de "materia reservada", empezaban a llegar a la opinión pública española.

En 1958, para evitarse explicaciones en Naciones Unidas, el régimen optó por declarar el Sáhara e Ifni provincias españolas, aunque bajo cuerda los embajadores en la ONU informaran periódicamente al Comité de Descolonización sobre ambos territorios.

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Hubo una resolución de la Asamblea General favorable a la autodeterminación, que fue también votada por la representación española. Había que organizar un referéndum, que se demoró de manera insensata. López Bravo, ministro de Exteriores, pensó que un cubileteo sobre el desacuerdo de las pretensiones de Marruecos, Argelia y Mauritania permitiría llegar a un Estado independiente bajo la garantía militar y diplomática de España, según una fórmula a la manera de Puerto Rico. Pero el resultado fue concitar la oposición de los países del Magreb y de los restantes países árabes. Así llegamos a la declaración citada del 14 de noviembre, mediante la que unilateralmente el Gobierno de entonces puso fin a los poderes que ejercía como potencia administradora.

Ahora hay que establecer con claridad a qué jugamos. Porque un Estado independiente sobre un territorio de 250.000 kilómetros cuadrados con una población que a partir de los 73.000 habitantes de entonces se cifra ahora en menos de 300.000 equivale a crear un vacío propicio a las aventuras de Al Qaeda.

Conviene calcular también que, si bien Mohamed VI dista de ser Gustavo Adolfo de Suecia, la alternativa es un régimen fundamentalista a la moda iraní a 14 kilómetros de nuestras costas. Sepamos bien que nos interesa un Marruecos fuerte y competitivo que se ancle en los valores europeos, y por ahí deben ir nuestros estímulos. El Gobierno debe explicarlo y el PP debe saber que no todo aprovecha para el convento.

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