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Estado de alarma
Columna
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La alarma del Estado

La reunión extraordinaria del Consejo de Ministros despejó ayer por la tarde las incertidumbres en torno a la decisión gubernamental de solicitar al Congreso la prórroga del estado de alarma sobre el tráfico aéreo -establecido por el decreto 1.673/2010 de 4 de diciembre- una vez vencido el plazo de 15 días naturales irrebasables fijado por la ley orgánica de 1 de abril de 1981 relativa a los estados de alarma, excepción y sitio (LOAES). La Cámara baja concederá ahora esa petición -todo hace pensar que así ocurrirá- por mayoría simple, estableciendo, llegado el caso, el alcance y las condiciones de la ampliación solicitada.

El excepcional instrumento empleado para que los controladores regresaran a los puestos de trabajo masivamente abandonados a media tarde del viernes 3 de diciembre como protesta por el decreto-ley 13/2010 dictado esa misma mañana tuvo el apoyo abrumadoramente mayoritario de la opinión pública. Poco importó a los viajeros secuestrados en los aeropuertos en el puente de la Constitución que la madre del cordero fuese la discrepancia de gobernantes y controladores sobre la confusa diferenciación entre la actividad aeronaútica y las actividades laborales no aeronáuticas para fijar el cómputo anual máximo de 1.670 horas trabajadas. Simplemente se colmó el vaso de la paciencia de unos usuarios hartos de soportar las abusivas consecuencias del ejercicio del monopolio laboral por ese privilegiado colectivo.

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Existen, sin embargo, dudas razonables respecto a la buena fundamentación jurídica, la proporcionalidad y la oportunidad del frenesí normativo del Gobierno -tres decretos en menos de 24 horas- para hacer frente a los desafíos de ese bien remunerado colectivo. El decreto 1673/2010 que somete a los controladores a las "leyes penales y disciplinarias militares" trae inevitablemente a la memoria la utilización de los consejos de guerra franquistas para juzgar a los presos políticos y a los simples huelguistas. Ahora bien, el artículo 117.5 de la Constitución residencia el ejercicio de la jurisdicción militar "en el ámbito estrictamente castrense y en los supuestos de estado de sitio". Pedro Cruz Villalón, ex presidente del Tribunal Constitucional, subrayó ya en 1984 (Estados excepcionales y suspensión de garantías, Tecnos) "la inviabilidad de la pretensión de someter a la jurisdicción militar a los ciudadanos no militares en base al estado de alarma". Y ahora, el también catedrático Roberto L. Blanco Valdés aprecia "un claro vicio de inconstitucionalidad" en el decreto 1673/2010 por esa misma causa (La Voz de Galicia, 6-12-2010). De añadidura, la derogación en 2007 de la ley de Movilización Nacional promulgada en 1969 plantea un obstáculo técnico difícilmente superable para que los controladores pasen a tener "la consideración de personal militar".

También la legalidad de ese decreto es puesta en solfa a causa del incumplimiento del supuesto habilitante exigido por el artículo 4 c) de la LOAES. El estado de alarma no solo exige la existencia de "paralización de servicios públicos esenciales para la comunidad"; además debe concurrir alguna de las circunstancias incluidas en ese mismo artículo: catástrofes, calamidades o desgracias públicas, crisis sanitarias y desabastecimiento de productos de primera necesidad. Por laxos y benévolos que sean los criterios interpretativos, una huelga salvaje de controladores es algo muy distinto de un terremoto, una inundación, un incendio o una epidemia.

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El argumento más sólido a favor de la prórroga del estado de alerta es la eventual ausencia de una fórmula alternativa capaz de garantizar al cien por cien la apertura del espacio aéreo español; si los controladores aprovecharon el puente festivo de la Constitución para cerrarlo, las vacaciones navideñas les brindan una oportunidad aún mejor de repetir su huelga salvaje. Ahora bien, el estado de alarma no tiene un propósito preventivo sino que es una respuesta a crisis efectivamente producidas.

Al parecer, Talleyrand recordó una vez a Napoleón que las bayonetas no sirven para sentarse sobre ellas: confiar de manera permanente el tráfico aéreo civil al mando militar y someter a controladores a la jurisdicción castrense resulta una perspectiva insensata. España es la tercera potencia turística del mundo y sus dos grandes archipiélagos (Baleares y Canarias) dependen del espacio aéreo para explotar esa industria. A menos que la prórroga anunciada fuese solo una atemorizada confesión de la alarma del Estado frente a su indefensión política, el recurso al instrumento excepcional del estado de alarma solo puede ser provisional y limitado.

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