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Columna
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El coste del desengaño

La imposición en la práctica de un nuevo principio de legitimidad no se produce nunca de una vez. Se trata de un proceso muy dilatado en el tiempo, en el que hay que superar numerosas crisis. En el continente europeo disponemos de una notable experiencia en la materia. Prácticamente todo el siglo XIX se nos fue en la sustitución del Antiguo Régimen por el Estado Constitucional, que únicamente se consolida de manera estable en el último tercio del siglo. Y el Estado Constitucional que se consolida lo hace de una manera muy alejada del principio de legitimación democrática del poder. Para que este principio de legitimación democrática se impusiera a escala continental hemos necesitado todo el siglo XX con dos guerras mundiales en la primera mitad, que acabaron con el triunfo de dicho principio de legitimación democrática en la parte occidental del continente europeo, con las excepciones de Grecia, Portugal y España, y con una guerra fría en la segunda mitad, que acabaría con la caída del Muro de Berlín y la desintegración de la Unión Soviética, lo que permitiría la extensión de la legitimación democrática a la parte oriental del Continente. El principio de legitimación democrática que es el vehículo a través del cual se institucionaliza el principio de igualdad, en el que reside la esencia del Estado como forma política, aquello que lo distingue de las demás que han existido en la historia de la humanidad, ha necesitado dos siglos para imponerse en la práctica.

La impresión es que el próximo Gobierno carecerá de autonomía para tomar decisiones

Hoy no estamos ya ante la imposición de un nuevo principio de legitimidad, ya que la legitimidad democrática no tiene competidores. Pero sí estamos ante la imposición de dicho principio no en cada uno de los Estados, sino en el conjunto de Europa. Este es el problema con el que nos estamos enfrentando desde que las Comunidades Europeas se transformaron en la Unión Europea. El principio de legitimidad democrática no se discute, pero su expresión estatal es insuficiente. El poder legitimado democráticamente en Europa está dejando de ser un poder relevante tanto hacia dentro como hacia fuera. Es necesario que ese principio de legitimación democrática pueda expresarse a escala continental y no exclusivamente a escala estatal. La crisis económica por la que estamos atravesando lo está poniendo de manifiesto. No hay respuestas estatales para los problemas, aunque no todos los países se encuentran en la misma situación. Pero todos se ven afectados y ninguno puede salir por su propia cuenta.

De aquí viene el descrédito de la política que se va extendiendo como una mancha de aceite por todos los países europeos. En cada uno de los sistemas políticos de los distintos países los gobernantes carecen de poder y, sin embargo, los ciudadanos les exigen responsabilidad como si lo tuvieran. Hay un desajuste, y un desajuste creciente, entre el poder político y el poder económico, que va erosionando la legitimidad democrática del primero, en la medida en que los ciudadanos lo ven impotente frente al segundo. Los ciudadanos eligen a sus gobernantes, pero lo hacen con la reserva mental de que no son ellos los que gobiernan o, por lo menos, los que toman las decisiones más importantes para las que los han elegido.

Ello se traduce en la devaluación del debate político en el conjunto de Europa y en el interior de cada país. En España lo estamos comprobando en el proceso electoral que se abrió formalmente el pasado 26 de septiembre con la disolución de las Cortes y la convocatoria de elecciones generales. La impresión generalizada es que el Gobierno que salga de las urnas del 20-N carecerá de autonomía para tomar decisiones en los asuntos más decisivos y, en consecuencia, el ciudadano desconfía del valor de su voto. La falta de interés por oír las propuestas es el correlato de esa falta de confianza.

En esa desconfianza generalizada hacia la política es en la que se ha instalado el PP. No se trata solamente de no desvelar en qué va a consistir la acción de gobierno, a fin de no ahuyentar a potenciales electores, sino de algo que va más allá. La dirección del PP parece haberse instalado en la convicción de que el que haga propuestas pierde, porque la mayoría de los ciudadanos no está dispuesto a creer nada de lo que se le dice. El PP parece haber llegado a la conclusión de que el ciudadano prefiere no saber antes de ir a votar, para no tener que soportar después el coste del desengaño. El rito esencial en democracia de formular una especie de contrato a los ciudadanos para que estos otorguen la confianza a quien se lo oferta, va camino de convertirse en un rito vacío.

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