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Columna
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La democracia estúpida

Fernando Vallespín

François Hollande, el ganador de la primera vuelta de las primarias del PS francés, acudió a ellas con la consigna de que "la democracia es más inteligente que los mercados". Toda una declaración de optimismo en unos momentos en los que la política apenas puede asomar la cabeza en un escenario dominado por el poder abrumador de los imperativos económicos. Ignoro si dicho candidato se lo creía de verdad, pero no deja de ser una llamada para recordarnos el valor del voto y lo imprescindible que es la creación de expectativas en toda contienda electoral. En un país como Francia ya vimos que consiguió tener su impacto, quizá porque el mero hecho de participar en las primarias significaba un avance en el ejercicio democrático ordinario. En España apenas nadie se sentiría aludido por tal consigna, y seguro que contribuiría a dibujar una sonrisa maliciosa si apareciera debajo de la foto de Rubalcaba o Rajoy.

Las primarias socialistas francesas son un soplo de aire fresco en la enrarecida atmósfera de los partidos

Es tanto el escepticismo acumulado en nuestro país hacia la clase política, que la democracia se percibe como poco más que un medio para favorecer la alternancia de gobierno. Aquí y en otros muchos lugares. Y si se produce un proceso de desafección creciente este deriva fundamentalmente de la imagen de impotencia que proyecta la política frente a los mercados, ¿para qué participar, se dirá, si al final acabaremos haciendo lo que aquellos nos impongan? La promesa de que la democracia sirve para que podamos tener algo que decir en las decisiones que luego nos afectan ha quedado como una fórmula hueca. Reemplazar a unos gobernantes por otros se acaba percibiendo así como un simulacro en el que el proceso democrático sirve para relegitimar acciones que de todas las formas acabarían por hacerse. Cambiamos a unos gestores por otros, pero no los datos esenciales de la realidad. La ilusión de que los procesos electorales sirven para mostrarnos nuestro poder como ciudadanos es cada vez menor.

¿Sería posible acabar con esta situación si nos decidiéramos a innovar la configuración básica del sistema? La respuesta es necesariamente positiva si procedemos a tomarnos en serio el problema del ámbito de la democracia. Fortalecer a la política pasa hoy, lo sabemos de sobra, por facilitar la creación de instancias de decisión y participación más allá del Estado nacional. Después del espectáculo del bloqueo del Fondo de Rescate Europeo por parte de un pequeño partido eslovaco, y no es el único precedente, es obvio que la única posibilidad para disciplinar a los mercados reside en lubricar el mecanismo de decisión de la UE. Pero obsérvese que este empoderamiento de la capacidad de acción supranacional no convierte a la política necesariamente en más "democrática". Su eficacia, la de la política, no se traduce de inmediato en una mejora de la democracia. Es más, cuanto más alejadas están las instancias de decisión de los ciudadanos tanto menor será también su capacidad para proceder a un adecuado rendimiento de cuentas. El temor de los ciudadanos europeos de que aquello que se hace en Bruselas está oculto detrás de un velo que encubre una siniestra mezcla de intereses nacionales y decisiones tecnocráticas responde a un hecho real.

De eso no se habla, como tampoco de tantos otros presupuestos asociados al funcionamiento de la democracia. La política democrática ha devenido en un ritual donde los procedimientos se dan por supuestos sin que nadie se plantee seriamente innovar en algo. Con algunas muy dignas excepciones como el movimiento del 15-M, aunque sus recomendaciones no parezcan las más viables. Una democracia inteligente comienza, sin embargo, por no hacer experimentos en el vacío y por adoptar todas las cautelas necesarias. Pero también por tomar nota de qué es lo que no funciona. Y aquí salta a la vista que el problema principal reside en la creciente desafección de los ciudadanos hacia la clase política, la falta de confianza en el liderazgo. Como ya se ha dicho, la impotencia de la política frente a los mercados se podría resolver con una mayor audacia en la creación de mecanismos de integración supranacional. Para lo otro no hay soluciones a la vista.

¿O sí? Un buen paso en esta dirección están siendo precisamente las primarias socialistas francesas, que han permitido la participación directa de casi tres millones de simpatizantes. Y, sobre todo, un debate de altura sobre estas y otras cuestiones. Todo un soplo de aire fresco en la enrarecida atmósfera de los partidos. Otra cosa ya es que esto sea trasladable a España sin que se resquebraje la siempre frágil cohesión de los mismos. O encuentren un mínimo eco ciudadano.

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Sobre la firma

Fernando Vallespín
Es Catedrático de Ciencia Política en la Universidad Autónoma de Madrid y miembro de número de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas.

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