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Columna
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Un día que dura 40 años

Hubo en un año un día que duró varios siglos, escribió Miguel Ángel Asturias.

Hoy se cumple un año desde la oficialización de la ruptura del alto el fuego por parte de ETA. El Gobierno no ha hecho un balance político del proceso que concluyó entonces, pero sí ha rectificado en la práctica algunas actitudes anteriores. Desde las elecciones del 9-M, también el PP ha rectificado algunas de las suyas.

El resultado es que existe un acuerdo básico entre los dos grandes partidos en materia antiterrorista, aunque no hayan ratificado el pacto que suscribieron a fines de 2000. El fruto principal de aquel pacto fue la decisión de sacar de la legalidad al brazo político de ETA: la aprobación de la Ley de Partidos y su aplicación a Batasuna. Actualmente, socialistas y populares están de acuerdo en mantener esa ley hasta la desaparición definitiva de la organización terrorista. También están de acuerdo en no abrir expectativa alguna de negociación con la banda, que era otra conclusión implícita del Pacto. Además, el PP ha dejado de situar a la política antiterrorista como eje de su estrategia de oposición. Por tanto, los objetivos perseguidos por el pacto están operativos. La insistencia de sectores del PP por condicionar el apoyo al Gobierno a su ratificación del Pacto Antiterrorista es más efecto de la inercia que de razones políticas.

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También reclaman esos sectores que se derogue la resolución del Congreso de mayo de 2005 que dio paso al último intento de final dialogado. Que se derogue formalmente o no es menos importante que reconocer que fue un error plantearla como se hizo: por sorpresa, sin intentar consensuarla antes con el primer partido de la oposición y con la astucia pueril de incluir en su texto párrafos del Pacto de Ajuria Enea, que el PP había firmado en 1988. La misma astucia de que se sirve ahora Ibarretxe al introducir en su propuesta lo hablado en Loyola para emplazar a los socialistas a negociar "lo que estuvieron dispuestos a pactar con Batasuna".

Ambas actitudes prescinden de lo esencial: que los procesos de diálogo abiertos tras el Pacto de Ajuria Enea y tras la resolución del Congreso fracasaron, y hubo un consenso posterior en considerar que no había condiciones para seguir por el mismo camino. El pacto suscrito entre socialistas y populares en 2000, tras el experimento de Lizarra, partía de la conclusión compartida de que mantener abierta la puerta de la negociación tenía efectos perversos, pues daba a la banda la esperanza de alcanzar objetivos políticos mediante la violencia. En 2005, tras dos años sin muertos, parecía haber una oportunidad de salida dialogada; pero para explorarla era condición alcanzar un acuerdo con el PP, y no enfrentarle a los hechos consumados de una resolución astuta. Seguramente se juntaron el deseo del PSOE de marginar al PP con la voluntad de este partido de diferenciarse de los socialistas en ese terreno.

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Cuando se aprobó la resolución del Congreso, en 2005, el principal artífice del pacto de Lizarra en nombre del PNV, Juan María Ollora, ya había reconocido (en una conferencia pronunciada en Barcelona el 10 de julio de 2003) que ese proceso fracasó por la confusión entre "el plano de la paz", el estratégico y "el estrictamente programático (avance del proceso soberanista)", lo que llevaba a convertir el proceso intentado en un "acuerdo para el avance del programa nacionalista de la izquierda abertzale". Tras el fracaso de Loyola, Imaz sacó una conclusión similar.

Como quien inaugura el mundo, Ibarretxe prescinde de todas las experiencias anteriores. En la resolución de 2005 se reproducía la oferta de Ajuria Enea de final dialogado si se daban unas determinadas condiciones; se entendía que si no se daban, la oferta quedaba cancelada. El mayor error del Gobierno fue aceptar modificar (bajo presión de ETA-Batasuna) lo esencial del planteamiento: que sólo habría mesa política tras el acuerdo de retirada definitiva de ETA. Fue un error porque se transmitió a los terroristas el mensaje de que los otros estaban dispuestos a cambiar las reglas de juego si se les amenazaba convenientemente con la ruptura. Sólo habría fin de ETA si se aceptaba lo que la resolución del Congreso vedaba: una negociación política en base a los planteamientos de la izquierda abertzale.

El lehendakari acepta situarse en ese terreno. Por una parte, vuelve a relacionar, mediante el mecanismo de las dos preguntas entrelazadas, el objetivo unánime de la paz con el avance del programa soberanista; por otra, lo plantea de forma que da por resuelto a su favor aquello que propone: pide que los vascos se pronuncien a favor de un acuerdo "sobre el ejercicio del derecho a decidir"; se da por supuesto que ese derecho ya ha sido refrendado, abandonando el pacto autonómico que funda el autogobierno, y que sólo queda por discutir cómo se ejerce.

Al mismo tiempo, la consulta se presenta como un mandato imperativo para que, lo quiera o no (y es evidente que ahora no lo quiere), el Gobierno acepte negociar con ETA en los términos fijados por Ibarretxe. Pensar que en esas condiciones su propuesta pueda servir para convencer a los terroristas de la inutilidad de la lucha armada revela nulo realismo. La propuesta del lehendakari se convierte así en un compendio de lo que la experiencia anterior aconsejaba no hacer.Tal vez este aniversario sea una ocasión para recordárselo.

Este aniversario y el que se cumple pasado mañana: 40 años desde el desgraciado día en que un etarra mató por primera vez, horas antes de ser matado.

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