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Columna
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Los hombres providenciales

José María Ridao

La causa abierta contra el juez Baltasar Garzón ha provocado la misma reacción que cada una de sus actuaciones más sonadas: dependiendo de quién se considere beneficiado y quién perjudicado, el juez es ensalzado hasta los cuernos de la luna o arrastrado por el lodo. Con un importante matiz que suele extraviarse una y otra vez en cuanto se desatan las recurrentes tormentas en torno al magistrado: tanto los insultos como los ditirambos que se le dirigen están motivados por los asuntos que instruye, no por la manera en la que los instruye.

Así, no es necesario conocer el resultado de las diligencias que realiza o los argumentos jurídicos de sus autos, sino que basta con tener noticia aproximada de su asunto, para anticipar punto por punto las reacciones.

La investigación de los crímenes del franquismo se convierte en una investigación al juez

Si se trata del caso GAL, el reparto de papeles entre derecha e izquierda es uno. Como es exactamente el contrario si el juez fija su atención en el caso Pinochet. La única salvedad a esta mecánica maniquea ha sido, hasta el momento, la lucha contra el terrorismo etarra, en la que nadie le ha escatimado sus muchos méritos.

El hecho de fijar exclusivamente la atención en los asuntos que instruye el juez, y no en la manera en la que los instruye, ha llevado a interpretar la situación en la que se encuentra como resultado de una conjura salida de las sentinas de la historia. Falange Española y de las JONS, el partido del dictador, le interpone una querella y el Tribunal Supremo da los primeros pasos jurídicos para sustanciarla.

La investigación de los crímenes del franquismo que se había propuesto el juez, provocando una vez más las inexorables reacciones, se convierte, de pronto, en una investigación sobre la rectitud de sus decisiones en este caso.

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Como además el juez tiene pendiente un proceso por la financiación de unos cursos que dirigió en Nueva York, interpuesto por Manos Limpias, una asociación que representa intereses, por así decir, desconocidos, la explicación que se impone es que existe una conjura contra él, motivada por haber removido el tabú sobre el que se apoya este remedo de régimen democrático instaurado en 1978.

Una explicación como ésta sólo se sostiene, en efecto, si la atención se fija en el asunto que ha querido instruir el juez; si, por el contrario, se fija en la manera en la que lo ha instruido, la duda, la inquietante duda que surge es si, en su propósito de encontrarle las vueltas a la ley para sentar a Franco y sus generales en el banquillo, el juez no habrá terminado por ofrecer a Falange Española y de las JONS el inconmensurable regalo de un acta de acusación contra un auto emanado del poder judicial democrático.

Porque si este fuera el caso, y que es lo que tendrá que dilucidar el Tribunal Supremo, la disyuntiva en la que el juez ha colocado al sistema de la Constitución del 78 no resultaría fácil. Bien es verdad que Falange podría haber sido prohibida como partido, pero, puesto que no lo fue y ha podido presentar una querella contra la manera en la que un juez ha instruido un sumario, no contra el tenebroso asunto de ese sumario en el que tuvo un protagonismo destacado, ¿qué se hace ahora? ¿Se le dice que, por ser Falange, no tiene derecho a solicitar la aplicación de las leyes democráticas y la intervención de la justicia? ¿O se exige del Supremo que vulnere las leyes democráticas para que se salve el juez y no se beneficie Falange?

La tentación que parece adivinarse en algunas de las manifestaciones de apoyo que ha recibido el juez -y que, por cierto, se toman por inaceptables presiones a la justicia cuando los destinatarios son políticos u otros encausados- parece ser esta última, aunque formulada como implícita conclusión: si el Tribunal Supremo no se pronuncia en el sentido de exculpar al juez, quedará fehacientemente acreditado que sus componentes actúan por envidia y, sobre todo, que los crímenes del franquismo siguen siendo tabú y limitando la naturaleza democrática del sistema político. Respecto de lo primero, nada justificaría que se lancen sospechas sin fundamento; pero si el fundamento existe, nada justificaría tampoco que no se denunciase de inmediato a los miembros del Supremo que actúan por envidia.

Respecto de lo segundo, y en el supuesto de que ese tabú fuera cierto, la pregunta que se plantea es si para romperlo se está dispuesto como ciudadano a aceptar que alguien nos redima por encima o al margen de las leyes. Es decir, la intervención de hombres providenciales.

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