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Columna
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La huelga zombi

Fernando Vallespín

Decía Tony Judt en su último gran libro póstumo -Ill fares the Land, Penguin Books, 2010-, que si la izquierda quiere ser tomada en serio, debe recuperar su propia voz. Que aquello que le ha venido perjudicando en estos últimos tiempos ha sido su insistencia en culpar al "sistema" para luego retirarse y no ofrecer una verdadera alternativa; su "irresponsable grandiosidad retórica". O sea, la típica posición de quien se sabe con razón, pero que a la hora de la verdad se limita a rasgarse las vestiduras. Y, yo añadiría, que actúa siguiendo sus propias inercias sin adecuar su acción a las nuevas circunstancias. El empeño principal de la izquierda ha sido la defensa del status quo, el mantenimiento del Estado de bienestar, más que la articulación de un verdadero proyecto transformador. Una izquierda "conservacionista" más que una izquierda ilusionante y con proyecto de futuro. Ha luchado más por conservar sus logros históricos que por redefinir sus objetivos de cara al porvenir. No ha sabido establecer, en suma, un adecuado balance entre pragmatismo y utopía. Se ha limitado a demonizar a los mercados, a la codicia capitalista y al populismo de derechas, sin ser capaz de cartografiar la dirección de los nuevos tiempos. Carece, en definitiva, de un proyecto de buena sociedad a la que hemos de aspirar y cómo presentarlo a ciudadanos temerosos de todo cambio, pero no por ello menos dispuestos a dejarse ilusionar.

Ignorar a los mercados, y Zapatero lo sabe bien, no es ser de izquierdas, es ser simplemente estúpido
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La "grandiosidad retórica" le ha llevado también, sobre todo allí donde no gobernaba, a desdeñar que la política hoy se juega con nuevas reglas. Ignorar a los mercados, por ejemplo, y Papandreu o Zapatero lo saben bien, no es ser de izquierdas, es ser simplemente estúpido. ¿O acaso Cayo Lara y algunos representantes de nuestro sindicalismo saben cómo financiar las políticas sociales y a la vez atender unos disparatados intereses de la deuda soberana? Tampoco les preocupa, porque son conscientes de que están lejos de acceder a las instancias de toma de decisiones. Se sienten reconfortados con su lealtad a los "principios de siempre", aunque su traslación a medidas concretas, aquí y ahora, nos lleve al desastre. Asumir la posición del "impecable" (R. del Aguila) puede ser reconfortante para la estética personal, pero no nos va a sacar del agujero en el que estamos.

El problema es que el núcleo de sus críticas está sentado en razón. No se puede cargar los costes de la crisis sobre los hombros de los más menesterosos mientras quienes la han provocado se van de rositas. Pero esto no es culpa del Gobierno de Zapatero ni puede enmendarse mediante medidas como una huelga general. Esta tiene una gran capacidad expresiva, ¡qué duda cabe!, e incluso puede ser bienvenida como muestra del rechazo a quienes nos hacen tragar con medidas injustas. Al día siguiente, sin embargo, todo seguirá igual. No, quizá peor, porque si triunfa, disminuirá la confianza en el país y pronto habrá que adoptar nuevas medidas de ajuste. Los sindicatos estarán satisfechos consigo mismos porque habrán conseguido sus objetivos a pesar de haber deslegitimado a un Gobierno de izquierdas. Habrán cumplido con su histórica función identitaria, pero no nos habrán acercado ni medio metro a la solución de los problemas que nos acucian. La huelga general es expresiva de un tic que ha caracterizado desde siempre a la acción sindical, la mayoría de las veces con resultados importantes, pero que ahora se manifiesta como el residuo de otros tiempos; una huelga zombi. En otras palabras, en estos momentos la huelga parece pensada más para la propia autolegitimación de los sindicatos que para conseguir fines específicos.

¿Qué hacer entonces si los fines son buenos, pero los medios se quedan en meros juegos de artificio? La respuesta obvia es la necesidad de ir hacia una mayor unión de las posiciones de izquierda. En los últimos tiempos, el gran fracaso de la socialdemocracia ha sido su incapacidad para ofrecer una "casa común" de la izquierda y para canalizar el nuevo activismo político. Este último se ha ido refugiando en una miríada de ONG y movimientos sociales de distinto pelaje. Los sindicatos, por su parte, se han adaptado a una cómoda contestación institucionalizada, y los partidos a la izquierda de la socialdemocracia se han limitado a satanizar el capitalismo sin que sepamos bien hacia dónde quieren dirigirnos. A falta de un adecuado diagnóstico de la actual realidad socio-política y de la presentación de una auténtica alternativa, ser de izquierdas se ha convertido en un significante vacío. Mientras tanto, el mundo sigue su deriva implacable hacia más de lo mismo.

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Fernando Vallespín
Es Catedrático de Ciencia Política en la Universidad Autónoma de Madrid y miembro de número de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas.

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