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Columna
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La igualdad y el poder

Antonio Elorza

Ahora que conmemoramos mayo del 68, algunas medidas de Zapatero parecen evocar el espíritu utópico de aquellos días. El establecimiento de un Ministerio de la Igualdad y sobre todo el desbordamiento en rosa son signos de que para su segunda legislatura aspira a insistir en lo que fueron aspectos innovadores de su primera etapa de gestión: medidas para acabar con la discriminación sufrida por mujeres y homosexuales, atención a aspectos asistenciales antes olvidados (Ley de Dependencia), integración de los inmigrantes, restauración de la dignidad para los vencidos republicanos.

En el caso de la mujer, conviene recordar el cúmulo de filtros que garantizaban su inferioridad, incluso cuando a mediados de los 60 la píldora anticonceptiva le abrió la posesión de su cuerpo al transferir la reproducción al nivel de la decisión consciente. A mediados de esa década en Francia, como ahora recuerda Cohn Bendit, una esposa tenía que contar con la aprobación del marido para abrir una cuenta en un banco. No era un secreto el limitado acceso de la mujer a puestos de responsabilidad. A ritmos desiguales todo esto ha cambiado y la explosión de la violencia de género tiene mucho que ver con ello. Cabe pensar que sólo cuando la situación de igualdad de género sea plenamente establecida y asumida podrá alcanzarse la normalización en las relaciones entre los sexos. La opción del Gobierno favorece esa orientación.

La autoridad del gobernante no se obtiene haciendo ver a unos y a otros que él es quien decide y elige

A partir de aquí, perplejidad. Algunos piensan que el poder es necesariamente arbitrario, pensando en los primeros pasos dados por Zapatero, lo cual no encaja con la tradición del pensamiento democrático (véase Philip Petit). La base del poder es la autoridad del gobernante, y ésta se obtiene con la firmeza y el acierto de unas decisiones adoptadas de acuerdo con el principio de elección racional. No haciendo ver a unos y a otros que él es quien decide y elige, si hace falta dando la espalda a la opinión pública y al buen sentido. Más de un dictador siguió este patrón para mostrar a las claras quién ejercía el mando, ya que no la autoridad. Hasta cierto punto lo reproduce la decisión de Zapatero de mantener al ministro de Justicia, y sobre todo a la de Fomento, y de nombrar ministro de Industria a Miguel Sebastián después de su impresentable campaña municipal de Madrid. Si trata de mostrar que en el socialismo español no se mueve una hoja sin su permiso, lo ha logrado. Más allá, el mando sobra.

Porque nombramientos arbitrarios sugieren adopción de decisiones asimismo arbitrarias. El ejemplo más claro es la política "de paz" en Euskadi, cuyo rotundo fracaso ha sido perdonado a Zapatero a la vista de una buena intención innegable. El error aquí made in PP consiste en fijarse en el sí o el no a la negociación, cuando lo importante fue el total incumplimiento por parte de Zapatero de las dos cláusulas del acuerdo del Congreso, negociar si había seguridad del desarme etarra y que la negociación no fuera política. El texto del "pacto de Loyola", fruto de una negociación estrictamente política, presentado por el PSE y rechazado por ETA, partía de un reconocimiento del derecho de autodeterminación vasco sin injerencia de "las instituciones del Estado". Constitución fuera. Lo curioso es que la crítica a este disparate formulada por Rosa Díez, saco de los golpes para todo el que se precie de gubernamental, ha sido zafiamente descalificada sin debate.

Además, dado que Zapatero se presenta como un apasionado de la igualdad, resulta inexplicable que no sean tenidas en cuenta las observaciones de la misma diputada sobre las desigualdades territorial y lingüística. Urgen dos libros blancos en que sean registradas no sólo las balanzas fiscales, sino las comerciales y los efectos financieros previsibles del nuevo Estatut, y en que se compruebe si es posible poner un anuncio en español, o en español al lado del catalán, allí donde es precisa la autorización de un ayuntamiento catalán, cuáles son las sanciones y sus causas por la "infracción" lingüística -Avui es explícito-, y si lo que está desarrollándose es un fomento del catalán o una postergación escalonada del español. Deriva impensable en cualquier otra democracia europea.

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Finalmente, el conflicto del agua puede servir de ilustración acerca de las ventajas de un régimen confederal, como el que para el tema hidráulico definen los últimos estatutos: a cada uno su interés reservado y la decisión en función de los intereses generales, prácticamente imposible. Hay que hacer un pacto, dicen. Más bien debía haberse establecido previamente una articulación de demandas y necesidades resoluble mediante una lógica federal. Claro que es mejor que todos "se sientan cómodos". Lo que suceda a medio y a largo plazo no importa.

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