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Columna
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Ni se le ocurra tararear a Mozart

Soledad Gallego-Díaz

Cada vez que la Orquesta Nacional interpreta a Mozart y lo hace con una partitura que haya sido publicada hace menos de 70 años, paga derechos de alquiler por uso colectivo, no a Mozart, por supuesto, sino al editor de esa partitura. Cada vez que hace una fotocopia de alguna de las partes instrumentales de esa partitura, digamos los violines o los clarinetes, lo que hasta un sordo comprende que es imprescindible para que la orquesta funcione, vuelve a pagar por derechos de reprografía. Cada vez que se publica una nueva edición crítica de una obra clásica, las orquestas se echan a temblar: algunos directores quieren trabajar con esas partituras (que quizás han modificado algunas notas del total de la obra) y eso supone pagar, no por su compra (que las editoriales no permiten) sino por su alquiler, una y otra vez, cada vez que la orquesta actúe. Y por supuesto, si el concierto va a ser retransmitido por radio o por televisión, hay que volver a pagar otra vez, otra cantidad, por uso público. También hay que pagar si en el programa de mano se les ocurre reproducir el texto de algunas de las partes cantadas de una obra, si se ha sacado de un libro publicado, igualmente, hace menos de 70 años.

Hace relativamente poco a un Instituto Cervantes en un lejano país se le ocurrió digitalizar El Quijote y colgarlo de su página web, con tan mala fortuna que eligió una edición que tenía menos de 70 años. La reclamación de derechos fue tal que tuvo que retirar el texto a toda velocidad. Es posible que la lectura de El Quijote en público con motivo del Día del Libro sea un delito: depende de la edición que se haya elegido. Habría que investigarlo.

De momento, lo que está claro es que a partir de ahora va a ser delito que las bibliotecas públicas presten libros gratuitamente, sin pagar un canon a sus autores. Se suponía que la no existencia de un ánimo de lucro, su papel en la promoción de la lectura, su función como difusores y conservadores de la obra de esos autores, justificaba que el préstamo de libros no se sometiera a la omnipresente Ley de la Propiedad Intelectual. Vana suposición. Se diría que la ofensiva neoliberal contra todo lo que es público ha alcanzado su propia caricatura. Como escribió alguien recientemente en uno de los centenares de blogs que han surgido en contra de esa iniciativa: si todo es privado, reclamo el uso de mi nombre y me niego a que Hacienda lo escriba en el sobre en que me manda cartas.

Justo es decir que la culpa de lo que va a ocurrir con las bibliotecas públicas no es del Ministerio de Cultura, que defendió hasta el final su negativa a imponer ese gravamen, sino del Tribunal de Justicia de la Unión Europea, gran defensor de los derechos de autor y de reproducción.

Que lo haya decidido así el Tribunal europeo sólo quiere decir que existe una directiva de la Comisión, la 92/100, que impone ese canon. Es ahí, en Bruselas, donde los ciudadanos de toda Europa deberíamos protestar contra esa mezquina interpretación de la propiedad intelectual. ¿Acaso los libros de las bibliotecas no han sido comprados y pagados? ¿Qué es lo que van a perder realmente los autores? ¿no serán en realidad las sociedades gestoras de los derechos las que están actuando como codiciosos recaudadores? ¿Empezarán a pedir pronto que los ciudadanos que tenemos libros en casa paguemos un canon ante la evidencia de que también los prestamos? ¿Qué les parece aumentar el precio de los libros un euro para que la Sociedad General de Autores y CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) cobren por adelantado el riesgo de que se vaya a prestar a un amigo o vecino?

La ministra de Cultura ha dicho que no serán los usuarios quienes paguen el canon por el préstamo. Está bien. Lo pagarán los presupuestos de las bibliotecas: ¿será un gran éxito para los autores conseguir que haya menos dinero para comprar nuevos libros? Al parecer hay muchos escritores que no quieren que las bibliotecas les paguen por el préstamo de sus libros. Quizás se pueda elaborar la lista de quienes renuncian a ese derecho y limitar las compras de las bibliotecas públicas a los autores que se inscriban en ella. Una última cuestión, ¿se aplica el canon a los libros prestados en bibliotecas de colegios? Si es así debería crearse inmediatamente otro canon para dar un euro a cada niño que consiga leer el Viaje a la Alcarria. Qué menos. solg@elpais.es

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