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Columna
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Una melancolía optimista

El juez Campeador, Baltasar Garzón, cabalga de nuevo. Estos días ha vuelto grupas y galopa hacia Burgos para tomarnos juramento a todos en Santa Gadea, como hizo en su día Rodrigo Díaz de Vivar con el Rey castellano Alfonso VI. El momento nos trae a la lectura del poeta Luis García Montero, quien en su libro Inquietudes bárbaras (Editorial Anagrama, 2008. Barcelona) sostiene que el ciudadano ilustrado es hoy el verdadero bárbaro, al que sus comportamientos cívicos dejan fuera de la ciudad. Como si ahora defender la razón ilustrada en medio de la cultura occidental hubiera venido a considerarse una manía lunática. Sin desánimo, nuestro autor apuesta por los ciudadanos que conservan un apego impertinente a la ilusión ilustrada. En su opinión están condenados a convivir con sus inquietudes y lo mejor que pueden hacer es asumirlas con una melancolía optimista, o con un pesimismo ilusionado. Luego, García Montero impugna la facilidad que para ser injusto proporcionan los estados de indignación sobrellevados en silencio y recomienda la terapia de la escritura para dar una salida en el ámbito de la opinión, la crítica y la defensa de posiciones. Explica, además, cómo la escritura nos ayuda a saber hasta dónde podemos llegar en la defensa de la razón sin caer en la irracionalidad, hasta dónde combatir la injusticia sin incurrir en ella, o hasta dónde nos convertimos en huraños por pura voluntad de convivencia.

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Recordemos, para los que hayan llegado tarde, que nuestro país vivió una cruenta guerra civil de tres años, para la que se anduvo preparando de manera concienzuda con prolegómenos cargados de violencia. Su final, quedó proclamado en el último parte del cuartel del generalísimo: "En el día de hoy, cautivo y desarmado el ejército rojo, han alcanzado las tropas nacionales sus últimos objetivos militares. La guerra ha terminado. Burgos 1 de abril de 1939, tercer año triunfal". Enseguida diremos que el final de la guerra no trajo la paz, para la que hubimos de esperar hasta la Constitución reconciliadora de 1978, sino la victoria, el estado de saciedad del vencedor del que hablaba Elías Canetti.

Fue una victoria sin magnanimidad, impregnada de venganza, decidida a la aplicación de un escarmiento indeleble. Allí estaba para dar su bendición la Iglesia, que venía de padecer una persecución odiosa hasta el martirio de algunos de sus mejores. Otros de sus fieles pudieron ser vistos como indeseables pero, con independencia de los excesos o sectarismos que exhibieran, fungieron también de víctimas inocentes, sin que tal condición pudiera serles discutida en razón de la afinidad o la repugnancia que despertaran sus convicciones o el fanatismo con el que las profesaran.

Pero volvamos por un instante al último parte de guerra, más arriba citado. Primero observemos la consideración que el vencedor rinde al enemigo derrotado, al que presenta como "cautivo y desarmado" pero denomina "ejército rojo". Sorprende que a continuación el bando victorioso prefiriera referirse a sí mismo con la titulación incomparablemente inferior de "tropas nacionales". Todo sucede en ese texto como si Franco con ese parte quisiera extrapolar su ambición para arrogarse la victoria más que sobre unas "hordas marxistas", carentes de profesionalidad y adiestramiento, sobre el "ejército rojo", nimbado por el máximo prestigio bajo el aura de Trotski, su fundador. Además, Franco, al adoptar al mismo tiempo para los suyos la humilde denominación de "tropas nacionales" recuperaba un lema muy querido de sus arengas, siempre trufadas de pronósticos según los cuales el espíritu vencería a la materia. Oportunista tergiversación, que invertía la realidad de las generosas ayudas germano-italianas recibidas por los sublevados desde el 18 de julio de 1936 frente al desamparo de medios facilitados a la República, víctima de la farsa del Comité de No Intervención.

Dijimos que después de la Guerra sobrevinieron 40 años de victoria, de preponderancia de los vencedores y de humillación de los derrotados. Una situación poco a poco declinante, que se fue decolorando del azul al blanco, pero que hasta la muerte del dictador, el 20 de noviembre de 1975, a manos del equipo médico habitual que encabezaba el yernísimo, mantuvo escindida a España. De un lado, quedaban los exaltadores de un triunfo, más o menos expropiado en su propio beneficio, que mostraban tendencia al desaliento o a recluirse en el búnker para defender sus privilegios, tras comprobar la condición improrrogable de todo régimen personal cuando faltara el aliento vital del fundador.

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De otro, los herederos de los supervivientes o de los represaliados de la derrota, en buena parte criaturas de la resignación, de la amnesia selectiva o de un confuso agradecimiento por haber tenido entrada gradual a los restos del festín. Pero ni todos los vencedores se apuntaron a la explotación de la victoria militar porque también algunos se afiliaron con nobleza a la derrota, ni todos los perdedores desertaron de sus mejores convicciones. De sumandos como esos dos se compuso la España extraterritorial de la que hablaba nuestro Arturo Soria y Espinosa.

Ahora llega el Juez Campeador con la rebaja, dispuesto a invalidar la transición en aras del justicialismo, como lo ha denominado de modo certero Enric Juliana en el diario La Vanguardia. La invitación de Baltasar Garzón es para que nos avergoncemos del mejor momento de nuestra historia, cuando decidimos defraudar a los hispanistas y comportarnos como ribereños del Báltico en vez de entregarnos a las pasiones suicidas de los ardientes mediterráneos. Señala un déficit democrático. Quiere que abjuremos del método de la transición. Pero el método, el procedimiento, el diálogo, fue una feliz anticipación del resultado que se cifra en la Constitución. Aceptar que el fin justifica los medios convalidaría el comportamiento de quienes pensaron que les era dado disponer a su antojo de la vida o la libertad de sus compatriotas. Con las cosas de la convivencia no se juega.

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