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Columna
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La mirada de los otros

Fernando Vallespín

Una vez un profesor canadiense, entonces establecido en Oxford, me confesó en Madrid que un colega de su universidad le desaconsejó venir a España. "No vayas", le decía, "es un país de locos. Trabajan tanto o más que nosotros, pero encima mantienen un extravagante sistema de horarios de comidas que acaba contigo en un par de días. Te recogen en el hotel a las nueve de la mañana, te llevan a trabajar, te dan una impresionante comida; luego, siguen trabajando. Cuando piensas que ya se va acabar la cosa, te llevan a cenar (eso sí, estupendamente, y bien regada de vino y copas); te sueltan en el hotel medio beodo a la una de la madrugada... Y a las nueve del día siguiente, ¡ahí están otra vez!".

Nuestro pecado puede que no haya sido la soberbia, sino la irresponsabilidad generalizada

Esto es una mera anécdota, pero seguramente pueda hipostasiarse a la imagen general que hemos venido dando en los países de nuestro entorno. Éramos los "prusianos del sur", sí, pero antes "del sur" que prusianos. Aquellos que nos conocían de cerca no se podían creer que fuera posible mantener nuestras lunáticas costumbres meridionales y ser a la vez competitivos. Por eso ahora deben de cuadrarles todos sus prejuicios cuando observan que, en efecto, al final no podíamos ser como ellos, las serias culturas protestantes del trabajo y la responsabilidad. El acrónimo PIGS ("cerdos", que incluye, en inglés, a Portugal, Italia, Grecia y España) es un lapsus freudiano que lo dice todo. Sabían que no podían dejarnos fuera de un proyecto europeo común, pero a pesar de las ayudas que nos proporcionaron, y de la evidente simpatía que sienten por nosotros, siempre desconfiaron. No hay más que ver lo que ahora se proyecta en la complaciente retina de los Financial Times y tutti quanti.

Seguramente cada uno de los PIGS tenga sus peculiaridades. En lo que se refiere a España, todos esos prejuicios son una verdad a medias. En pocos lugares del mundo se trabaja más que aquí -quienes tienen trabajo, claro-, a pesar de que el mantenimiento de nuestras costumbres nos obligue a dormir poco. Desde luego, carecemos de su sentido de la responsabilidad y de esa cultura política forjada a lo largo de decenios de prosperidad y democracia. Aun así, no lo hemos hecho tan mal. No hay más que ver cómo era este país hace sólo 30 años. Junto con nuestro vecino peninsular, ningún otro hubo de soportar una dictadura tan larga ni tan difíciles condiciones objetivas. ¿Dónde están aquí esos fastuosos ríos centroeuropeos, esas verdes y fértiles llanuras, esa cultura de la Ilustración que nos fue robada por el dogmatismo religioso?

Lo hicimos bien, muy bien. Hasta que nos lo creímos. Hasta que algún político pretendió que el producto del esfuerzo de todos era en realidad obra suya. Hasta que otros comenzaron a desvincularse de la ambición de país y priorizaron sus particulares intereses de partido o se concentraron en los intereses locales, en el confortable calorcito de su terruño. Supimos dar lo mejor de nosotros mismos mientras nos mantuvimos unidos y con un proyecto común. Antes de que la propia sociedad se fragmentara a su vez en la cultura del pelotazo, la insolidaridad y la fiebre privatista. Antes de que se diluyera nuestra creatividad bajo el peso de la banalidad de la cultura de masas.

Si, como se dice, nuestra identidad se forja a través de la mirada de los otros, ésta que ahora nos arrojan debería hacernos reaccionar. Gracias a ella al fin hemos podido vernos en nuestra relativa desnudez. Bienvenida sea, a pesar de sus distorsiones, si al menos sirve para ponernos en nuestro sitio, para disipar nuestra pretenciosidad de nuevos ricos y emplearnos a fondo, con humildad, en la reconstrucción de eso que hemos perdido. Pero no vamos bien cuando esas críticas que vienen de fuera se utilizan exclusivamente como crítica al Gobierno, ignorándose que de este desastre somos responsables todos, cada uno a nuestro nivel. El Gobierno tendrá su parte, pero no sólo él. Bien pensado, nuestro gran pecado puede que no haya sido sólo el luciferino de la soberbia; ha sido el de la irresponsabilidad generalizada. Es importante que no erremos al hacer el diagnóstico.

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No desesperen, quienes ahora nos miran con displicencia ignoran que tenemos una importante ventaja comparativa. Fuimos uno de los pocos países que supieron reinventarse en un tiempo récord y bajo condiciones tremendamente difíciles. Quién sabe, si nos sirve para reencontrar el camino igual esto de la crisis acaba siendo una oportunidad. Pero no nos equivoquemos, nada ni nadie nos va a salvar si no nos sentimos todos aludidos.

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Sobre la firma

Fernando Vallespín
Es Catedrático de Ciencia Política en la Universidad Autónoma de Madrid y miembro de número de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas.

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