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Columna
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El parto de los montes

La proposición de reforma de la Ley Electoral (LOREG) presentada en el Congreso por los grupos parlamentarios de PSOE, PP, CiU y PNV recoge los trabajos de la subcomisión creada hace dos años, a instancias de la Comisión Constitucional, para discutir eventuales modificaciones de la norma sin necesidad de una reforma previa de la Constitución. El informe pedido por el Gobierno al Consejo de Estado y puesto a disposición de la subcomisión estudió previamente tanto el perfeccionamiento técnico del proceso electoral como los rasgos inequitativos denunciados por los partidos que se sienten perjudicados por la LOREG.

Las modificaciones de carácter funcional de la proposición de ley pretenden agilizar, dar mayor seguridad jurídica y abaratar el proceso electoral: desde la fijación del censo electoral y la persecución del empadronamiento fraudulento o de conveniencia, hasta el voto de los españoles residentes en el exterior, pasando por la limitación de la duración y de los gastos de las campañas electorales o la publicidad en la televisión privada. En cambio, la reforma no trata de hacer cumplir con rigor el mandato del artículo 68.3 de la Constitución, según el cual la elección de los diputados al Congreso "se verificará en cada circunscripción atendiendo a criterios de proporcionalidad".

La proposición de reforma electoral no afronta la sobrerrepresentación de PSOE y PP

Los sistemas electorales democráticos intentan armonizar el adecuado reflejo parlamentario del pluralismo político de la sociedad con la gobernabilidad de las instituciones del Estado. El origen normativo del sistema español se remonta al decreto ley de marzo de 1977 que reguló la convocatoria de las elecciones constituyentes, cuyas líneas maestras quedaron recogidas en la LOREG. El temor a una sopa de siglas que pudiera fragmentar peligrosamente el mapa representativo después de cuatro décadas de dictadura explica que el Senado sea elegido por un sistema mayoritario limitado y el Congreso por un sistema proporcional tan severamente corregido que incluye marcados sesgos mayoritarios.

En efecto, la consagración constitucional de la provincia como circunscripción electoral, con la correspondiente desigualdad demográfica de las 50 demarcaciones (desde los 95.000 habitantes de Soria hasta los 6.400.000 de Madrid), y la representación inicial previa fijada para cada circunscripción (dos diputados) explica que el número de votos necesarios para conseguir un escaño difiera notablemente según cuál sea la población censada. Así, en 2008 un diputado costó en Madrid 173.000 votos y en Soria 47.000. La financiación de las campañas electorales mediante adelantos crediticios calculados sobre la base de las subvenciones presupuestarias recibidas en los comicios anteriores y el también desigual acceso a los espacios gratuitos de propaganda en la radio y televisión públicas según el peso parlamentario de los partidos en la legislatura vencida conceden una ventaja de salida a los ganadores y colocados de anteriores carreras en perjuicio de los caballos recién llegados. En consecuencia, populares y socialistas se benefician del voto útil de los electores de derecha o de izquierda, deseosos de asegurar para su causa la eficacia de las papeletas.

De esta forma, los dos principales partidos de ámbito estatal y las formaciones nacionalistas que solo compiten en las cuatro provincias de Cataluña y las tres del País Vasco logran hacer rentable el proceso de transformación de los sufragios en escaños. Mientras que en las legislativas de 2008 populares y socialistas promediaron en algo menos de 70.000 papeletas el valor de cada diputado, para ese mismo objetivo Izquierda Unida y UPyD necesitaron reunir, respectivamente, 484.000 y 306.000 sufragios. La sobrerrepresentación parlamentaria porcentual de PSOE y Partido Popular en relación con los votos obtenidos (desde el año 1989 entre un +10,4 y un +1,6) contrasta vivamente con la infrarrepresentación del resto de los partidos de ámbito estatal (un -3,2 de IU en 2008).

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Es evidente, así pues, que el PSOE y el PP no están dispuestos a tolerar una reforma electoral que amenace con una eventual pérdida de los votos de su clientela tradicional por la izquierda, por el centro o por la derecha. Pero esa inmovilista actitud de boicoteo -nadie podrá modificar la LOREG sin su colaboración- no solo significa la anteposición de sus intereses partidistas al interés general del régimen constitucional, sino que también implica un irresponsable desconocimiento de la peligrosa deriva hacia la abstención o hacia posiciones antisistema de los ciudadanos huérfanos de representación parlamentaria.

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