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Columna
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Las reglas del terror

Antonio Elorza

Es de sobra sabido que uno de los objetivos principales de la estrategia terrorista consiste en provocar una alteración sustancial en los mecanismos de análisis y valoración propios de la mentalidad democrática. Con excesiva frecuencia, los grupos sociales golpeados por el terrorismo tienden a rehuir la búsqueda de las causas efectivas de aquello que acaban de sufrir y la sustituyen por la designación de chivos expiatorios, cuando no por la elucubración masoquista acerca de las responsabilidades y de las culpas propias que explicarían el acto de castigo. Lo ocurrido después del 11-S y del 11-M proporciona abundantes pruebas de ambos tipos de reacción. El péndulo osciló desde la satanización pura y simple del Islam a la resurrección de un marxismo para andar por casa que presentó al megaterrorismo como respuesta a las opresiones del capitalismo y de la incomprensión propia de Occidente. La buena conciencia queda así satisfecha y de nada valdrá la acumulación de datos sobre la condición social privilegiada de yihadistas como el propio Bin Laden o como el último y frustrado protagonista nigeriano del terror. Mirar de frente la realidad debe resultar para algunos y algunas demasiado duro, y por añadidura poco rentable en un marco institucional como el nuestro, dispuesto a practicar una y otra vez la ceguera voluntaria con tal de seguir promoviendo la estéril Alianza de Civilizaciones.

Porque el episodio del terrorista solitario no debe servir únicamente para reforzar las medidas de seguridad o para mostrar la pertinencia de nuevas y costosas intervenciones militares, sino asimismo para recordar que la estrategia de Al Qaeda desde el 11-S supone el inicio de una guerra mundial de nuevo tipo, basada en conjugar una concentración del megaterrorismo en espacios críticos, como Pakistán o Afganistán, con acciones recurrentes de distinta índole (secuestros en Mauritania, explosión de aviones civiles como la frustrada), dirigidas a imprimir la idea de que la causa del Islam no cesará en su beligerancia hasta la derrota del enemigo. Son los nuevos cruzados, que encarnan la perversidad intrínseca de Occidente. Una estrategia global que requiere una respuesta también global.

De cara a la misma el caso Faruq nos ilustra acerca de la importancia de la formación doctrinal en la génesis del yihadismo y de su círculo de simpatizantes. Unos colectivos musulmanes que ejercen dignamente su religión no son un problema para nuestras sociedades democráticas; la difusión directa o indirecta de planteamientos islamistas radicales en la enseñanza y en la predicación, sí son fuente inevitable de conflictos futuros. Pero meter esto en la cabeza de nuestros gobernantes, es algo tan difícil como convencer a monseñor Rouco de las ventajas de la nueva ley del aborto.

No es éste el único aspecto en que aquellos dotados de poder se sirven del mismo para hacer más frágil la resistencia al terror. La distancia temporal entre atentados interviene además como fuerza coadyuvante para apuntalar las políticas de avestruz. Cuando las acciones terroristas se espacian, cobra forma una falsa conciencia de seguridad, como si fuera imposible su reanudación, hasta el punto de censurar a quien recuerde la persistencia del peligro. Lo ocurrido con la advertencia de Rubalcaba ha sido una buena muestra de tal actitud, como si al ministro le divirtiera sembrar el temor entre los ciudadanos y no fuese muy útil que todos los implicados se mantuviesen en estado de alerta. Según era de esperar, el PNV ha encabezado las críticas, culminando su incansable labor de deslegitimación de la nueva política antiterrorista del Gobierno vasco, encubierta mediante el pacto económico con Zapatero que le presenta como partido razonable, apegado siempre a los intereses vascos.

Una vez más, el doble juego del partido sabiniano ha sido rentable, exhibiendo una condena de ETA en la punta de los labios, compatible con la siniestra difusión de una ignorancia culpable acerca de lo logrado con la política anti-ETA llevada a cabo en Madrid y en Vitoria. Ni una palabra de autocrítica acerca del sinsentido de sus pasadas campañas contra la Ley de Partidos tras el fallo de Estrasburgo, ni una simple mirada a los argumentos judiciales que indican el nexo entre ETA y la nueva Batasuna, ni un solo atisbo de reconocimiento al fin de la visibilidad de los símbolos de ETA. Ni un paso orientado hacia una redacción conjunta del pacto antiterrorista. Calumnia y desgasta en todo momento, que algo queda. Los resultados del último Euskobarómetro prueban la eficacia de un planteamiento político que entreabre de nuevo la puerta a una eventual acción asimismo eficaz del terror.

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