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Una resolución jurídica convulsa

Sin entrar en demasiadas profundidades, la sentencia del Tribunal Constitucional es, a la vez, un acto de gran y negativa trascendencia política y una resolución jurídica convulsa que no aporta racionalización alguna sino que más bien pone en entredicho la base misma del funcionamiento del Estado Autonómico. Sus consecuencias técnicas no plantean problemas sobre la vigencia de las diferentes normas que resultan afectadas: los preceptos y palabras de preceptos declarados inconstitucionales quedan anulados (borrados) y el resto sigue con el redactado anterior; los preceptos interpretados continúan también sin modificaciones en su dicción literal; lo mismo sucede para las leyes de desarrollo estatutario que, si están afectadas por la sentencia, deberán ser inaplicadas en lo que corresponda por los tribunales ordinarios; y también, en principio aunque con mayores complicaciones, aquellos Estatutos de Autonomía que contuvieren preceptos idénticos a los que han sufrido un rechazo o una interpretación del Tribunal Constitucional seguirán plenamente vigentes mientras el propio Tribunal no los declare nulos a través del correspondiente proceso. Los problemas vienen por la historia "personal" de esta sentencia, por la situación del órgano que la ha dictado y por los probables avatares que sufrirá su cuestionable eficacia.

La historia del proceso constitucional hasta llegar a la sentencia se ha convertido en un paradigma de lo que no debe hacerse: instrumentado desde el primer instante como un arma política por el PP tanto contra el Gobierno central como contra la totalidad de las instituciones políticas catalanas se ha tramitado minuto a minuto como una cuestión política. Desde la absurda (en términos jurídicos) recusación del magistrado Pérez Tremp hasta la escenificación de las distintas ponencias hasta llegar a siete, pasando por los abundantes silencios habidos en su largo período de gestación, la tramitación del recurso ha convertido al Tribunal, volens nolens, en un coso donde se enfrentaban cuestiones de ideología e intereses políticos en estado puro. Por eso, causa gran perplejidad que se haya afirmado sin rubor alguno que la función del Tribunal ha sido la de aplicar estrictamente(¡) el método jurídico.

De esta forma el órgano, el Tribunal Constitucional, cuya principal garantía en el ejercicio de sus funciones es la de poseer un alto grado de "auctoritas", es decir, la de ofrecer una clara imagen de superioridad moral, se ha visto envuelto en todo tipo de manipulaciones partidistas hasta el punto, en mi opinión, que, a partir de un período de tiempo bastante anterior al inicio del proceso que ahora comento, se ha ido progresivamente inhabilitando y justificando el rechazo de sus decisiones.

Y, en tercer lugar, ¿se va a cumplir esta sentencia?. Mi impresión personal es que su máximo logro consistirá en volver a replantear el modelo del Estado Autonómico, en que se reinicie un nuevo proceso de reformas o reacoplamientos estructurales con salidas impredecibles y, desde luego, con tensiones territoriales importantes. Todo ello redundará en perjuicio claro y evidente de la ya mermada normatividad constitucional y de la legitimación del sistema político en su conjunto.

Miguel Ángel Aparicio Pérez es Catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad de Barcelona

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