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Columna
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Una sentencia inicua y lunática

De haber sido publicada anteayer, 28 de diciembre, la sentencia dictada por el Juzgado de lo Penal número 18 de Madrid contra Daniel Anido y Rodolfo Irago -director y subdirector el año 2003 de los servicios informativos de la cadena SER- habría sido tomada seguramente como una patosa inocentada. En cualquier caso, la resolución de 18 de diciembre -recurrible ante la Audiencia Provincial y ante el Constitucional- ocupa ya un destacado lugar teratológico dentro de la jurisprudencia sobre las colisiones del derecho a la información con otros bienes jurídicamente protegidos.

Pese a las vueltas y revueltas del juez Ricardo Rodríguez -tan confusas como las idas y venidas de la ardilla de la fábula de Iriarte- por las frondosas ramas del derecho a la información, la libertad ideológica, la privacidad, la intimidad, la protección de datos y los derechos de la personalidad, los dos periodistas son condenados de manera estrambótica por un delito de revelación de secretos -tipificado por el artículo 197 del Código Penal- a un año y nueve meses de prisión, multa de 18.000 euros, inhabilitación temporal para el sufragio pasivo y para la dirección de medios de comunicación y el ejercicio del periodismo e indemnización de 125.000 euros por responsabilidad civil. Los ciudadanos sobresaltados probablemente por tan severo castigo tal vez se pregunten si los secretos revelados por Anido e Irago pusieron en peligro la seguridad del Estado, destriparon la patente de Coca-Cola, ofendieron el honor de la familia real o facilitaron a los terroristas la fórmula para construir artefactos nucleares.

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El iter criminis es infinitamente más trivial. Los periodistas recibieron de una persona cuya identidad se negaron a revelar -en el legítimo ejercicio de su derecho al secreto profesional- el soporte documental de un listado que contenía los nombres, apellidos y domicilios de 78 vecinos afiliados de manera presuntamente fraudulenta a la organización municipal del PP de la localidad madrileña de Villaviciosa de Odón. Eran los tiempos del tamayazo, que privó de la presidencia de la Comunidad al candidato del PSOE y abrió oscuramente las puertas del cargo a Esperanza Aguirre. Los condenados se sirvieron del listado para elaborar una información transmitida a través de los micrófonos de la cadena SER sin incluir la relación completa de los nombres. Después, cedieron el soporte documental a Cadenaser.com, que lo difundió íntegramente a través de Internet.

La sentencia no impugna la veracidad del listado (la propia alcaldesa del municipio había denunciado ya los hechos) y acepta incluso que las irregularidades de afiliación al PP de Villaviciosa de Odón -"inmersas en un presunto estado de corrupción urbanística"- podían ser un tema de interés público sobre el que la ciudadanía tuviese derecho a estar informada. Aún más: Anido e Irago "podían honestamente pensar" que la transmisión de la noticia era un deber con la opinión pública, por lo demás amparada por el artículo 20 de la Constitución.

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El juez Rodríguez decide, sin embargo, que los periodistas perpetraron sin justificaciones ni excusas el delito de revelación de secretos al ceder a Cadenaser.com el soporte documental con los 78 nombres de marras para su difusión por Internet. El torticero procedimiento condenatorio aplicado es atribuir sólo a los medios de comunicación social (televisión, radio o prensa escrita) los beneficios del carácter preferente del derecho a difundir y recibir información, excluyendo de su ámbito de protección constitucional a Internet con el peregrino argumento de que "no es un medio de comunicación social en sentido estricto sino universal". ¡Bingo!

Pero el premio gordo de la lotería de insensateces repartidas por la sentencia es la transformación de la afiliación partidista en un secreto penalmente protegido. ¿Ignora el juez Rodríguez que la Constitución prohíbe las asociaciones secretas (artículo 22.4) y ordena que los partidos sean democráticos en tanto que instrumentos de la participación política (artículo 6)? Hay que pellizcarse al leer en la sentencia de un Estado de derecho que la militancia ruidosa, voluntaria y pública en un partido democrático pertenece al "núcleo duro de los derechos de intimidad más estricta" de una persona y afecta a su "absoluta privacidad".

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