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Columna
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La tarea más difícil

Ayer viernes se cumplió el décimo aniversario de la elección de José Luis Rodríguez Zapatero como secretario general del PSOE, en un congreso extraordinario convocado de urgencia como consecuencia de la dimisión de Joaquín Almunia la misma noche en que se conocieron los resultados de las elecciones de 2000 -el PP obtuvo la mayoría absoluta de 184 escaños-. Se constituyó una gestora dirigida por el presidente de la Junta de Andalucía, Manuel Chaves, que, con buen criterio, decidió que había que cerrar el paréntesis con la máxima celeridad.

Contra todo pronóstico, dado que el congreso se celebraba con el PSOE realmente existente (por utilizar la expresión con la que durante decenios se definió a las llamadas democracias socialistas), es decir, con un partido que se había estructurado con mucha solidez a partir de la Transición y en el que había posiciones de poder muy consolidadas, José Luis Rodríguez Zapatero se impuso a uno de los barones territoriales con más poder y más conexiones dentro del partido, José Bono.

Zapatero acabó con la parálisis del PSOE, al que Aznar auguraba 20 años en la oposición

Conviene recordar esto por dos motivos. En primer lugar, para subrayar la legitimidad de origen que ha presidido la trayectoria de Zapatero como dirigente nacional. Nadie lo designó secretario general, sino que tuvo que ganarse la elección. Y en segundo, porque se ponía al frente de un partido que pasaba por una crisis interna de una intensidad notable como consecuencia del fin del muy prolongado liderazgo personificado en Felipe González o, mejor dicho, en la pareja constituida por Felipe González y Alfonso Guerra.

Por lo que he leído y oído desde ayer, se está poniendo el énfasis del análisis en la figura de Zapatero como presidente del Gobierno, no diciéndose prácticamente nada de su ejecutoria como secretario general. Es comprensible que así sea. Pero yo quiero centrarme en lo segundo. Entre otras cosas porque, si no hubiera hecho bien ese trabajo, no hubiera llegado a ser presidente del Gobierno. Sin poner orden en el partido hubiera sido imposible competir con éxito en las elecciones generales. Y en el PSOE posterior a la renuncia de González a continuar como secretario general -ante la negativa de Guerra a aceptarlo si él quedaba fuera de la dirección-, poner orden no era fácil. Buena prueba de ello fue el fracaso estrepitoso de un político tan inteligente y capaz como Joaquín Almunia. La división en el PSOE entre felipistas y guerristas se había enquistado, y ello conducía a que cualquier conflicto, por muy local que fuera, adquiriera una dimensión nacional. El resultado fue una ausencia de dirección nacional y la proliferación de baronías, con la amenaza de parálisis consiguiente. El PSOE concurrió a las elecciones de 2000, pero no compitió realmente para ganarlas. La perspectiva de que siguiera ocurriendo lo mismo en un futuro que podía ser muy prolongado no era descartable. En realidad, era lo que contemplaba José María Aznar, que ha dejado escrito que no entraba en sus cálculos que el PSOE pudiera volver al Gobierno antes de 20 años.

Poner fin a esta situación de parálisis y colocar al partido socialista en condiciones de competir de nuevo por el poder ha sido el mayor éxito de Zapatero como dirigente nacional. Nunca podremos saber cuál habría sido el resultado electoral del 14 de marzo de 2004 sin el atentado terrorista del 11-M y, sobre todo, sin la gestión que de dicho ataque hizo el Gobierno presidido por Aznar, pero los estudios de opinión que se publicaron por aquellas fechas indicaban que no era, en absoluto, descartable la victoria socialista.

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En una situación de partida muy desfavorable, y frente a un PP que había utilizado y seguía utilizando los resortes del poder de manera ventajista y rozando incluso la anticonstitucionalidad, el PSOE de Zapatero supo ocupar un lugar susceptible de ser reconocido por la sociedad española como alternativa de Gobierno. Sin ese trabajo, el triunfo de 2004 hubiera sido imposible, por mucho que hubiera sido el impacto del 11-M.

Para dirigir el Estado hay que haber demostrado previamente que se sabe dirigir el partido. Adolfo Suárez no dispuso propiamente de uno y tuvo que hacer de la necesidad virtud. Pero González y Aznar sí, y lo hicieron con notable éxito. Llegaron a ser presidentes del Gobierno porque previamente habían puesto a su formación en condiciones de competir con éxito. Esta es la tarea más difícil, y la que hace ahora diez años inició Zapatero.

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