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Columna
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La transición y el consenso

Josep Ramoneda

Hace treinta años -el 15 de junio de 1977-, cuando los ciudadanos fuimos a votar en las primeras elecciones democráticas desde la República, ni la democracia estaba adquirida ni la transición era un barco con velocidad de crucero y rumbo garantizados. Apenas nos acordamos de que las esperanzas puestas en aquellas primeras elecciones no eran las mismas en todas las partes contratantes del tan alabado consenso. Fue la fuerza de los resultados la que convirtió las primeras Cortes democráticas en Asamblea Constituyente y la que derrumbó el sueño de los neofranquistas de crear una democracia tutelada. Y fue por este cambio de planes, que desencadenó las contradicciones en el seno de la mayoría, que Adolfo Suárez pudo rentabilizar en tan poco tiempo su condición de líder que trajo la democracia. Todo empezó a ir de prisa después de aquel primer voto.

A la vista de los resultados, con los Pactos de la Moncloa se creó el marco social necesario para que la situación económica no se cargara el proceso, aunque algunos mal pensados dicen que lo que allí hizo la generación de la transición fue arreglarse su futuro y los que vengan después que se las compongan como puedan. La elaboración de la Constitución consagró el mito del consenso y gestó este peculiar ingenio que es el Estado de las autonomías, con el milagro de sacar diecisiete comunidades donde sólo se esperaban cuatro o cinco. Se buscó el equilibrio en el reparto, haciendo cada vez más difícil saber qué es igual y qué es desigual. Pero todos estos pasos se seguían dando sin que nadie tuviera la hoja de ruta clara y definida. Pesaba la conciencia de que en cualquier momento todo podía saltar por los aires. Vino el episodio del 23-F, en que por un momento pensamos que el pasado podía abrasarnos. Y hubo llamada al orden general. Pero el verdadero inicio de la normalidad fue cuando llegó Felipe González y mandó a parar.

Con González en La Moncloa, el nuevo régimen había completado, con la alternancia, su legitimidad. Y la izquierda quedaba definitivamente incorporada. El proceso tomaba un ritmo claro: paz interior e incorporación plena a Europa. El precio tuvo un nombre: desencanto. Pero el país puso una velocidad de crucero que le ha hecho atrapar en muchas cosas a países vecinos que nos llevaban larga distancia. Si un reproche de fondo se le podía hacer al PSOE en sus años de gobierno es no haber dotado a este país de la cultura democrática de la que carecía. Felipe González impuso la normalidad democrática antes de que hiciéramos el aprendizaje. Y este lastre se sigue arrastrando.

Después vinieron algunos sustos. El referéndum de la OTAN que probablemente fue bueno para España pero no tanto para la democracia española. Aquel día la poca inocencia que quedaba se desvaneció. El terrible episodio del GAL, que acabó con la presunción de superioridad moral de la izquierda y abrió la primera batalla sin cuartel de la democracia. Más tarde, José María Aznar fracturó el país al meterlo en una guerra injusta y no deseada para la mayoría de españoles. Afortunadamente, cuando estos acontecimientos ocurrieron los mecanismos democráticos ya funcionaban normalmente, y unos y otros los pagaron en las urnas.

Pero desde aquellos inciertos primeros días de la transición hasta hoy una sola cosa ha sido constante: la más persistente herencia del franquismo, ETA. Pesaba en las incertezas del principio y pesa en estos tiempos presentes en que están prohibidas las melancolías. Hay errores de origen que se pagan: darse cuenta demasiado tarde de que ETA no era una organización antifranquista que cambiaría sus métodos al acabar la dictadura. Y cuando, por fin, se entendió que la violencia perviviría se tardó demasiado tiempo en tener la convicción de derrotarla. Y se confió demasiado en los que decían conocerla de cerca. Por eso ahora tenemos que volver hablar de consenso. El consenso es un instrumento, no es un fin, a pesar de que así lo hayan creído los nostálgicos de la transición. Si el instrumento se convierte en fin se adultera la democracia. Pero es un instrumento necesario en determinados casos. Por ejemplo, para acabar con el terrorismo, desde una democracia que está plenamente consolidada, aunque su calidad deje bastante que desear.

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