La ballena blanca

Los conciertos de Moby están planteados con inteligencia y pasión: lo que en sus CD puede llegar a sonar clínicamente estéril, se convierte en directo en un recorrido vertiginoso por la montaña rusa de su obra. Richard Melville Hall -su alias viene del parentesco con el autor de Moby Dick- es un bicho insólito. Su cristianismo, su ecologismo, su vegeterarianismo, se combinan últimamente con una insaciable curiosidad sexual. Desde 1990, Moby estaba transitando por diversos caminos de la música electrónica. Con Play halló su ballena blanca: carnalizó el techno con añejos fragmentos de gospel y blues. No era el único que picaba en esa cantera, pero se llevó el gato al agua cediendo barato el uso de sus temas. Consciente de ser hoy parte de una manada, Moby ha intentado avanzar con 18: las grabaciones se complementan con cantantes de carne y hueso. Similar es la receta de Moby en vivo. Aparte de los pregrabados, lleva siete músicos, un DJ y una poderosa vocalista de iglesia negra; él ejerce de diablillo, saltando entre instrumentos y cantando con modestia. Además, gana comunicación con un castellano rudimentario. El repertorio es heterogéneo, pero sabe colar Porcelain y demás piezas tenues. Beck se atraganta con la ironía cuando quiere pasear por el lado funki; Moby puede usar pelucones afro, pero no se escuda en guiños. Sus hallazgos terminarán saciando al respetable, pero, de momento, su energía arrasa. Para los bises, se marca un entusiasta Blitzkrieg bop, de los Ramones, antes de presentar con reverencia un clásico del rock autocompasivo, Creep, de Radiohead. A diferencia de sus creadores, Moby sabe que esos vergonzantes sentimientos siguen teniendo relevancia y que Creep es una canción por la que cualquiera pactaría con el diablo.
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