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Crónica:CRÓNICA DE PARÍS
Crónica
Texto informativo con interpretación

El horizonte cultural de Ségolène

Las grandes propuestas innovadoras de Ségolène Royal, la candidata socialista a la presidencia de la República francesa, han sido presentadas como derechistas, populistas o irrealizables, al tiempo que sus críticos caricaturizaban su lenguaje como una melopea religioso-maternal. ¿Los "jurados populares" para controlar regularmente a los representantes políticos? Demagogia que pondría a los pobres diputados al pie de la guillotina o del campo de exterminio de Pol Pot. ¿Utilizar el marco militar para encuadrar a los jóvenes que carecen de toda referencia de autoridad? Nostalgia de su papá, de la familia tradicional o de la Francia colonial. ¿Su anti-parisianismo? El tufo a petainismo es asfixiante, dicen sus detractores. ¿Su sugerencia de suprimir el llamado "mapa escolar" que obliga a inscribir a los hijos en la escuela o institutos del barrio? Una puerta abierta al elitismo.

Ségolène aborda problemas reales, esos que sus colegas del PS sólo saben tratar desde el prisma de la ideología

Es cierto que Ségolène Royal conjuga un discurso un tanto vago en torno a expresiones de contorno difuso -"orden justo", "ciudadanos expertos", "democracia participativa", etcétera- y que los alterna con medidas muy concretas y casi prosaicas, como el proporcionar pantuflas a los estudiantes de su región -el Poitou-Charentes que preside-, pero eso no resume su vaciedad política, como pretenden sus detractores, sino el haber comprendido hasta qué punto la ciudadanía anda precisamente harta de promesas vacías y lenguaje tecnocrático. En el horizonte intelectual de Ségolène Royal está Pierre Rosanvallon, historiador y animador de un foro de reflexión llamado La Republique des idées. Sus libros Le modèle politique français (2004), Le peuple introuvable (1998) y La démocratie inachevée (2000) explican los límites de la soberanía popular en Francia, la lucha de la sociedad civil contra las élites y los defectos del sistema representativo.

Rosanvallon, como Ségolène lo repite todos los días, no cree que los partidos sean los instrumentos adecuados para asumir todo el protagonismo de la vida política "porque no encarnan la cultura del debate y sí sólo la de la selección de dirigentes y fijación de ideología". Una democracia reducida a un voto cada cuatro o cinco años se le antoja una democracia muy pobre, y por eso sugiere que los ciudadanos -que no meros electores- "vigilen, denuncien y califiquen". La vigilancia la ejerce la opinión pública, a través de la prensa libre pero también de la movilización, Internet y los organismos de expertos independientes; la denuncia se canaliza "desvelando" los escándalos del sistema; la calificación, antes de acudir a las urnas, pasa por distintas formas de encuentro entre representante y representados pero también en el ojo avizor de agencias y observatorios no manipulados por los partidos.

Rosanvallon, y gente en su onda, como la socióloga de la educación Marie Duru-Bellat, suministran a Ségolène caminos nuevos que desbrozar, como en su día el pobre Leo Strauss (1899-1973) sirvió argumentos a los ideólogos neoconservadores de Bush. Que ese hombre preocupado por reconciliar "la razón y la revelación, Atenas y Jerusalén" haya acabado en la boca de Karl Rove, Paul Wolfowitz o Dick Cheney, que la persona que constataba que "de la utilidad política de la religión no se infiere su verdad política" sirva para proclamar la guerra contra "el eje del mal", significa no sólo que el infierno está empedrado de buenas intenciones sino que entre el mundo de las ideas y su aplicación práctica hay un trayecto muy peligroso. Y eso no significa que todo valga.

Ségolène aborda problemas reales, esos que sus colegas del PS sólo saben tratar desde el prisma de la ideología. Sus soluciones, antes que despertar la carcajada escéptica de quienes nunca han resuelto nada, aparecen como esbozos de esperanza fundados en verdades. Ségolène, como Leo Strauss, puede decir aquello de "si todos los valores son relativos, entonces el canibalismo es cuestión de gustos".

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