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"Jamás volveré a Srebrenica"

Los refugiados que se salvaron de la matanza de julio creen casi imposible retornar al enclave

Ramón Lobo

ENVIADO ESPECIALEn Visca, a una veintena de kilómetros al sur de Tuzla, se apilan la leña y los refugiados con parecido mimo. Los maderos, a la intemperie frente a un frío helador: Las personas, dentro, agazapadas en casitas de muñecas crecidas que les donó la caridad nórdica. Son de Srebrenica. Pero tienen suerte: están vivos. Existen otros siete poblados como Visca alrededor de Tuzla. Cerca de 10.000 almas se hacinan en ellos. Otros encontraron amparo en casas particulares de familiares, los más siguen anclados en escuelas y campamentos de paso. A Samira, que lleva errante desde abril de 1993, se le traba la garganta en un nudo. "Todos esperamos regresar a Srebrenica, pero sé que no hay mucha esperanza". Fahim, que la palpa desde cerca con ojos de amor, se adelanta: ¿"Cómo podremos volver a vivir allí?", pregunta.

"Este verano mataron a 10.000, pero antes, ¿y antes cuando caían 4.000 granadas cada día?". "No hay posibilidad de vivir con ellos después de lo que hicieron".

En el mes de julio, el Ejército serbobosnio al mando de su jefe militar Ratko Mladic arrasó Srebrenica arrebatándosela a la comunidad internacional que en teoría la protegía. Fuentes norteamericanas aseguran que en aquellas fechas fueron asesinados a sangre fría cerca de 6.000 hombres en edad militar.

Ni Samira ni Fahim creen ahora en la justicia internacional. "Dicen que condenarán a Radovan Karadzic, cuando el gran culpable de todo es [SIobodan] Milosevic", presidente de Serbia.

Mujaga tiene cara de niño y ojos de anciano. No sobrepasa los 30 años. Lleva muy poco en Visca. Llegó en julio, tras el asalto a Srebrenica. Escapó a pie con siete familiares. Tardaron una semana en llegar al territorio controlado por el Ejército bosnio. Fueron campo a través. Cruzando líneas de combate. Su padre y tres hermanos quedaron allí, en Srebrenica. "No sé nada de ellos, supongo que estarán muertos", asegura con los ojos extraviados entre recuerdos.

No está Mujaga muy satisfecho con la solución política surgida de los acuerdos de Dayton. "Hemos perdido todo. Me da igual la paz que la guerra. Lo único que sé es que jamás volveré a Srebrenica.

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En Visca hay agua. Racionada. Un poco por la mañana y un POCO por la tarde.Son más afortunados que los refugiados de Zivinice, procedentes casi todos de Zvornik, que tienen que arrancársela a un pozo con una extraña bomba hidráulica, como las del Oeste americano. En Visca hay 26 casas y 1.000 habitantes. Hay habitacioncitas atestadas con 15 inquilinos. Dormitan unos pegados a otros. Arracimados. Dándose calor y molestia. Cada día les traen el pan de ración. Al mes, la ayuda humanitaria les reparte aceite, azúcar y harina sobre todo. Un kilo por adulto. Los niños, medio. Samra se queja: "Nos han olvidado".

Sanira tiene 10 años, unos ojitos azul plata y las manos temblorosas. No sabe si está contenta en Visca. Duda. Mira alrededor en busca de la respuesta más adecuada. Samra lleva tres anos en campos de refugiados. Va al colegio. Su único recuerdo vivo de Srebrenica es Celo (que significa calvo), su muñeco preferido. Samra quiere ser médico y vivir en Alemania.

A Mirzeta, de 19 años, la paz le llega tarde. Ya le rifé el destino la desgracia. Tiene madre, pero muy enferma, y memoria de padre, quien este verano quedó atrapado en Srebrenica. "No sé si estará vivo", declara evitando la palabra muerte como si tuviera miedo a la verdad.

"Nunca volveré a Srebrenica". Fahim vuelve a meterse en la conversación ajena. "Habrá guerra, más guerra. No estaremos satisfechos hasta que podamos regresar a casa con seguridad".

Nura se asienta ya en los 65 años, pero aparenta 80. Está satisfecha con la vida en el campo Visca. "Espero que haya paz y que podamos regresar a casa", afirma con la esperanza del que no tiene tiempo de perderla.

En casa de Mujaga hay dos habitaciones y una cocina. Arriba, en el segundo piso, se, amontonan las colchonetas y las mantas cuarteleras. De esas que pican. Dos niños pelicrespos pululan entre tanta novedad huyendo tímidos de la presencia de los extraños. En la cocina, abajo, en el primer piso, hay un solitario bote con arroz y cacharros de latón pulido vacíos. Un plato sucio con restos recientes de alimento. "Esto es todo lo que tenemos", explica Mujaga. "No puedo ni soñar con poder empezar de nuevo en otro sitio".

En la calle, un pelotón de chavales con guantes raídos corre tras una pelota sin forma. El campo de fútbol es un terreno pedregoso en cuesta. Los hay que bajan que parecen veloces extremos. Todos ríen. A carcajadas. Amela, una madre reciente, lo explica: "Aquí no estamos bien, pero estamos vivos".

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