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GUERRA EN LOS BALCANES

"Si no tuviéramos esperanza nos habríamos suicidado"

6 familias de tres etnias, quebradas por la guerra y el odio, conviven en el 25 de la calle Vase Miskina, de Sarajevo

Ramón Lobo

ENVIADO ESPECIAL, Sarajevo cabe en el número 25 de Vase Miskina. Allí conviven las tres religiones pasándose santos como si fueran cromos para aguantar mejor, así juntitos, esta tragedia. La loca Ljubica, una serbia que vio morir a su marido partido en dos por una granada, comparte escalera con Bahra, una piadosa musulmana que no pisa la calle desde que se fue la paz, y con las nueras croatas de Nora, la vecina coja del primero. En cuatro plantas labradas en el elegante estilo austro-húngaro, pegaditas a la parte más antigua de la ciudad, la que soporta los ataques más crueles, comparten pan y cebolla seis familias quebradas por el odio ajeno.

El sótano, un angosto pasillo con seis trasteros en forma de celdas de castigo, ha sido su refugio durante los peores bombardeos. Allí, sin agua ni electridad, 30 personas pasaron el verano mirando la guerra por un tragaluz. "Si no tuviéramos esperanza nos habríamos suicidado", exclama Subhija, una mujer que conserva ademanes de la época de bienestar. Hoy, como el resto de la ciudad, vive de su fuerza y de la ayuda internacional.La mitad de la cuarta planta no tiene techo. Se lo llevó de golpe una explosión. La misma que mató a la pobre Lasica el 28 de mayo, hace casi un año. Ella, testaruda siempre, se negó a bajar al sótano, corriendo como los demás, a buscar refugio. Se quedó envalentonada entre sus cuatro paredes haciendo frente a las bombas con una bata floreada y un nido de rulos. Cuando pasó la emergencia, yacía rota para siempre en mitad de los escombros.

El cuarto está, desde entonces, maldito. Tres meses después, el 16 de agosto, murió el vecino de al lado, un croata de misa poco frecuente llamado Franjo, casado con la serbia Ljubica. Se empeñó en salvar su maldito coche, aparcado en la acera del hotel Europa, que ardía sin control enfrente del 25 de Vase Miskina.

Ese día llovía metralla. Una granada vino de la nada, y le partió en dos como a un salchichón, delante mismo de su aterrorizada mujer. En los nueve meses transcurridos, Ljubica se ha echado encima 20 años y una tonelada de locura. Desde entonces, cada vez que los chetnicks lanzan un ataque, ella chilla desde su almena como una posesa muerta de miedo.

"No me voy de aquí porque no tengo adónde ir", asegura con pena. Su casa, reducida a dos habitaciones y una cocina por las bombas, es un colador. El suelo está repleto de cazuelas que sirven para recoger agua cada vez que llueve. Sus hijos, mitad croatas mitad serbios, viven del cobijo de los musulmanes del tercero.

Amila, que está justo debajo, les sube consuelo cada semana. El hijo mayor, Darko, delira sin hablar: se encontraba con su padre el día de la tragedia. Se desmayo por dos veces al verle cortado en mitad de la calle antes de darse cuenta de la gravedad de sus propias heridas. Denis, de 12 anos, sigue pálido como la cera y delgado como un palo. Tiene el color de la enfermedad prendido como un alfiler debajo de los ojos.

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En casa de Amila, en el tercero derecha, siempre hay un camastro preparado para albergar a un refugiado. En el salón no hay boato, la decoración es de guerra: una lámpara de arafia sin bombillas, un tresillo roído tapado con telas blancas y una mesa de café negra. Las paredes no tienen señales de cuadros ni metralla. Están limpias. "Después de 13 meses de guerra, creo que he tenido mucha suerte", reconoce.

La intervención militar

Su hijo Dzevad, de siete años, no para de revolotear y de preguntar por la fecha de la intervención militar. Ha aprendido a decir "amigos", y lo repite como si fuera un juguete descubierto en la mañana de Reyes. Dzevad no va al colegio desde hace un año. Su madre ni tan siquiera le deja ir a la calle. "Cada vez que baja me pongo enferma pensando en lo que le puede pasar".

Una vez por semana llega Muvedeta para lavarse con una palangana de agua fría. Es una elegante mujer, economista, originaria del barrio de Grbanica. Los chetnicks que lo tomaron le dieron 15 minutos para huir con un bolsón.

En el tercero izquierda habita una familia que conoció la riqueza. El padre fue un alto funcionario de aduanas. "Ahora somos sólo cuatro", cuenta Subhija, "pero en los peores momentos de la guerra hemos llegado a "- vivir 12 personas entre familiares y amigos". De las seis habitaciones, tres están agujereadas por las granadas. En el segundo derecha vive parapetada Balira, una mujerona de 73 años que no ha vuelto a pisar la calle desde el 5 de abril de 1992. "Allí fuera cortan a la gente en pedazos", dice convencida. Bahra es, posiblemente, una de las pocas ciudadanas de Sarajevo que no ha visto la destrucción a la que ha sido sometida la ciudad. Su yerno, Ragib, es un mutilado de guerra. Un soldado. No alcanza los 30 años y ya le falta el brazo izquierdo desde el mismo hombro. Cuando le hirieron en el frente de guerra se lo sujetó para salvarlo con un jersey. Días después se lo amputaron.

Horror en el hospital

En el primero vive Nora con sus hijos, nueras y nietos. Ella pasa desde hace dos meses el tiempo en el hospital. Vive allí entre operaciones. Lleva tres y sólo le han amputado una parte del pie. Tiene suerte; a otros, sin tanto mimo, les sierran desde la rodilla para acabar antes y atender al siguiente. Tiene cuatro hijos, en los que se resume lo que fue Yugoslavia. El primero, Ibrahim, es oficial de Marina. No sabe dónde está. Tal vez en Belgrado. Puede incluso que luche contra todos ellos desde una posición chetnick. El segundo, Hasna, está casado con una croata católica, igualito que el cuarto, Hamidija, que lucha en el frente contra los serbios. Frente a su hermano Ibrahim. El tercero, Mustafá, vivía con una serbia en Grbanica, pero tuvo que salir con lo puesto.

El sótano es oscuro y húmedo. Hay una cocina de carbón que se usa con leña y restos de cera de vela en todas partes. Un par de ratones pasan ufanos por encima del pie. Todo el verano, de junio a septiembre, lo pasaron allí agazapados, escuchando las bombas y los gritos por el estrecho tragaluz que da a la calle Vase Miskina.

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