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La vida llega a Maglaj

La entrada del primer convoy de ayuda humanitaria en cinco meses despierta la esperanza de la paz

Ramón Lobo

ENVIADO ESPECIALLa carretera de entrada a Maglaj ya no tiene minas. Sólo quedan los agujeros, labrados con mimo destructor en el asfalto. En el interior de Maglaj, una pequeña localidad a la orilla del río Bosna, la gente inunda el paseo central: una callejuela estrecha, repleta de árboles y polvo. Mucho polvo. Hace sol. Y no hay fuego de artillería por tercer día consecutivo, sólo disparos aislados. De francotiradores sin descanso. Las posiciones serbias, las que han torturado la ciudad durante los últimos nueve meses están al norte, en el límite de las últimas casas, y al este, de donde se han retirado unos metros. Aida Smajic, la alcaldesa de Maglaj, su máxima autoridad política, cree que el levantamiento del cerco -el domingo entró el primer convoy en cinco meses- es "el inicio de la paz", aunque advierte que existen aún numerosos peligros al acecho y que el proceso será largo y doloroso.

Los últimos tiempos han sido terribles para Maglaj. Sus 35.000 habitantes, de ellos 10.000 refugiados procedentes de otras zonas de Bosnia, han malvivido en sótanos, o con la cara bien pegada al suelo. Con temor a morir en un santiamén, izas!, aplastados como pequeños mosquitos por la macabra lotería de los obuses serbios. "Al principio buscábamos refugio con las piernas temblando", dice Sejo que a sus 33 años tiene cara de viejo, "después, dejamos de hacerlo". Tras encogerse exageradamente de hombros, exclama "¡Si te toca, te toca!, de nada sirve correr".

Sin electricidad desde hace 10 meses, los habitantes de Maglaj se han hecho a la oscuridad, como topos. Las velas y la lámparas de aceite han alumbrado noches de tertulia y pena, como si el tiempo se hubiera detenido hace cien años. La calefacción, las calderas y casi toda la energía de esta castigada ciudad procede de la leña. Los hombres, parten a las colinas del oeste a cortar los cada día más escasos árboles. En esas misma zona boscosa han recibido durante seis meses el maná del cielo: la ayuda lanzada en paracaidas desde aviones norteamericanos. "Sin ella no habríamos sobrevivido", afirma la alcaldesa. Esa es la opinión generalizada en Maglaj.

"Al principio lanzaban cuatro días seguidos y luego descansaban otros dos", explica Gordan, un joven de 20 años, "pero en los últimos dos meses han lanzado alimentos todas las noches, sin parar". Al comienzo hubo algunos errores de precisión. Sobre todo con los paquetes más livianos, que cayeron entre las líneas del frente. La gente, desesperada, pugnaba por recuperarlos. Muchos perdieron la vida al pisarlas minas.

La organización de recogida de la ayuda humanitaria llegó a hacerse casi perfecta: una especie de patrullas ciudadanas recoge cada noche los paquetes caídos del cielo y los lleva intactos al centro local de la Cruz Roja, desde donde son distribuidos.

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La cocina, como se le conoce en Maglaj, es un edificio ajado que sirve de centro público y dá de comer a 4.000 personas cada día. Una sóla comida: sopa de judías pequeñas y arroz con un trocito de pan. A ella tienen derecho los más pobres, muchos de ellos refugiados. Amra, Sabira y Ema, limpian con celo las judías made in USA caídas del cielo. Tres perolos, dos de 500 litros y uno de 100, hierven, dejando es capar un olor amable. El fogón, como todo en Maglaj, se alimenta de leña. "Cada litro de sopa lo dividimos en tres raciones", asegura Eso Delic, el jefe de la cocina. "Sé perfectamente que estas raciones no son suficientes, pero al menos nos han permitido salir adelante", añade. Ema, que ya no recuerda cuándo comió carne la última vez, aspira a que, ahora, todo mejore. "¡Lo deseo tanto! ".

El mercado negro funciona al aire libre, sin cortapisa alguna, como en cualquier ciudad bosnia. Algunos productos, a pesar del cerco al que se han visto sometidos, están más baratos que en la ciudad de Tuzla. La gasolina, un bien escasísimo aquí, se vende a 40 marcos el litro. Las patatas a tres. Un kilo de carne a 15. Un litro de leche a dos. El enclave de Maglaj, que se extiende al oeste hasta Tesanj y en el que viven más de 100.000 personas, es campesino. De las vacas y las cabras viene la segunda dispensa.

El 90% de las casas están marcadas. Bien por granadas, por obuses de carro blindado, metralla de granadas o por simples disparos de fusil. El moderno puente que une la parte vieja con la nueva está semihundido en el centro, donde hay un gran agujero. Listones de madera, artesanalmente colocados, sirven para cruzar de un lado a otro de Maglaj. "Hace un mes, al amanecer", relata Gordan, "un avión serbio lanzó una bomba sobre el puente". Fue durante la ofensiva del 21 febrero, cuando los radicales serbios, guiados por el su máximo jefe, el general Ratko MIadic, trataron en vano de conquistar Maglaj.

La parte vieja es la más castigada por las bombas enemigas. La mezquita, llamada Kursumlija, esconde detrás de cada herida parte de su esplendor. Está erguida. Mirando al río y al norte. A las trincheras. Casi desafiante. Una docena de tumbas con muertos centenarios son testigos de la barbarie. Más arriba. En lo alto de la colina, mirando la ciudad, sobresale una fortaleza de 1480.

Pan de arroz

En la empinada calle Ibrisima Obralica, la de la mezquita, está, en el número 11, la única panadería de Maglaj. La que alimenta a toda la población. Mahinut Merdic, su dueño, reconoce que el trigo procede de los lanzamientos áreos. "No hemos dejado de hacer pan ni en los peores momentos de la guerra", afirma ufano. "Eso sí, nos hemos visto obligados a recurrir a otros materiales, como el maíz, la soja, las patatas o el arroz". Dentro de la panadería, seis hombres, uniformados de blanco, se afanan en hacer la masa, dar la forma, pesar los 920 gramos de cada unidad y meterlas en el horno durante 20 minutos. "Hacemos unos dos mil panes cada día", subraya Mahmut. En el exterior, en el resol, un anciano corta cuidadosamente madera.

El hospital de Maglaj está pegadito a la iglesia católica, cuyo reloj, prendido del campanario, señala las doce y cinco, la hora en que fue alcanzado por un obus serbio. El único generador de Maglaj reparte la electricidad entre los enfermos, la jefatura de la Armija (Ejército bosnio de mayoría musulmana) y a la alcaldía. El edificio del hospital está escasamente protegido. Hace un mes, una granada mató en la puerta a cinco personas, entre ellas al conductor de la ambulancia. "La situación es casi desesperada", advierte Jasminka Smajlagic, su directora, sentada en un sórdido despacho alumbrado por una bombilla de juguete. "No tenemos las medicinas que necesitamos y carecemos de cirujano". Los casos más graves, los que necesitan operar se trasladan a Tesanj. "Si hay buen tiempo, la ambulancia tarda 45 minutos, pero en el invierno, con la nieve, se puede demorar hasta dos días", admite.

Un avión de combate de la OTAN pasa a gran altura por encima de Maglaj. La gente mira, señala y sonríe. Saben que no es serbio. En el paseo central, entre el polvo y los árboles, sobresale en un edificio crema, el antiguo correos y telégrafos. En él, colgado, un gran cartel de Marx acompaña una bandera verde, con la media luna musulmana. Cerca, un jubilado, Mehmed, juega distraído con su reloj, en el que cada medio minuto se aparece la figura de Tito. ¿Le echa de menos?, pregunto. "No, yo lo único que echo de menos es la paz", responde.

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