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Tito, el hombre que venció a Hitler y desafió a Stalin

En 1943, Tito no era más que un nombre para el Gobierno británico. En un intento por descubrir quién era, qué estaba haciendo y si valía la pena apoyarle en su lucha contra los alemanes, William Deakin (entonces comandante del Ejército y hoy historiador), se lanzó en paracaídas sobre la Yugoslavia ocupada por las tropas de Hitler para unirse a los partisanos de Tito. Logré establecer contacto con ellos, luchó junto a Tito en los momentos más duros de la guerra, juntos resultaron heridos y desde entonces conservan una gran amistad. He aquí su relato de la trayectoria política y de la personalidad del hombre que creó la Yugoslavia moderna y que es, sin duda, una de las figuras políticas de la segunda mitad de este siglo.

Hace más de treinta años, en los comienzos de la guerra, fui trasladado temporalmente del Ejército a un cuerpo de operaciones especiales. Una de sus funciones consistía en organizar misiones militares para establecer contacto con los movimientos de resistencia que estaban operando tras las líneas enemigas de Europa, y posteriormente, en el Lejano Oriente.Esta organización había establecido ciertos contactos con Yugoslavia desde El Cairo; se tardó algún tiempo porque varias misiones enviadas en 1942 habían desaparecido sin dejar rastro. Sabíamos que había zonas de Yugoslavia en las que grupos de resistencia, conocidos con el nombre genérico de partisanos, estaban combatiendo a los alemanes y a las tropas del Eje; pero los británicos no sabían prácticamente nada de ellos.

A comienzos de 1943 se decició establecer contacto con esas zonas con el fin de identificar a los grupos de resistentes.

El primer paso era entablar contacto con los emigrantes croatas que estaban en Canadá y que eran miembros del Partido Comunista, ya que se pensaba que quienesquiera que fueran los resistentes tendrían simpatías izquierdistas. Ellos tendrían que establecer los contactos iniciales con los partisanos, un punto vital, ya que las anteriores misiones dirigidas por los británicos habían fracasado.

Estos croatas se lanzaron en grupos cerca de pueblos en los que tenían familiares; el primer grupo aterrizó casualmente sobre el cuartel general del movimiento partisano de Croacia. El comandante local me dijo tras la guerra que al principio había supuesto que se trataba de agentes alemanes y que pensó que lo mejor era fusilarlos. Durante una noche, su suerte estuvo en el aire, pero cambió de idea tras los interrogatorios. Tan pronto como les aceptaron, pudieron enviarnos mensajes por radio.

El siguiente paso fue dramático. Por intermedio suyo nos llegó un mensaje a El Cairo firmado «Tito». Esa era la primera vez que oíamos ese nombre. El mensaje decía: «Aceptamos la llegada de la misión británica.» Daba su situación en las montañas de Montenegro, en el oeste de Yugoslavia. Hasta entonces no habíamos tenido ni remota idea de dónde estaba, quién era o ni siquiera de si existía, aunque las señales de radio alemanas indicaban que se estaba combatiendo. El mensaje acababa con una nota de misterio: «Vengan pronto.»

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Inmediatamente se reunió en El Cairo una misión de cinco hombres, formada por dos oficiales -yo era uno de ellos-, dos operadores de radio y un croata refugiado en Canadá. Nuestro objetivo era averiguar la identidad de Tito y si estaba luchando contra los alemanes. El otro oficial, Bill Stuart, era del servicio de espionaje militar, y su misión era obtener la mayor información que pudiera.

Aunque no sabíamos por qué Tito había dicho que era urgente que fuéramos, partimos sin esperar a que saliera la Luna; normalmente, cuando se saltaba en paracaídas, se esperaba a que hubiera luna

Primer contacto

Era terreno de alta montaña, cerca del monte Durmitor, la montaña más alta de Yugoslavia. Cuando descendíamos dejamos de ver las hogueras encendidas entre los abruptos barrancos de las colinas. Los cinco tocamos tierra sin problemas, en puntos diferentes y en total oscuridad.

Silbé y los otros acudieron junto a mí. No habíamos caído ni en rocas ni en árboles, algo sorprendente cuando nos paramos a pensarlo. Mientras vigilaban, me dirigí al punto donde me parecía que estaban las hogueras.

No cabe duda de que, en tales circunstancias, siempre se siente miedo, pero todo era como si estuviésemos jugando a los indios; en este momento nada de lo que estábamos haciendo parecía importante. Recuerdo que andaba en la oscuridad con un revólver en la mano; de repente tropecé con un objeto humano que dio un fuerte grito: era uno de los partisanos que venía en nuestra busca. Me dio dos besos, disparó al aire y acudió el resto de la patrulla. Estaba amaneciendo rápidamente. Apareció un oficial con un uniforme elegante y dijo que Tito le había enviado a recibirnos y que se encontraba a unos veinte kilómetros con todo su estado mayor. Nos llevaron a la casa de un campesino y nos dieron coñac de ciruelas, pan y queso.

Al amanecer nos pusimos en marcha. Pronto oímos disparos: estábamos muy próximos al combate. Nuestra primera imagen clara fue la evacuación de los heridos, descendiendo la colina sobre mulas, muy pálidos, sin vendajes adecuados. Frente a nosotros se extendía un lago negro, rodeado por un espeso bosque de hayas. Había un grupo de gente resguardado al pie de unos árboles altos. Las chicas parecía que estaban pasando unas vacaciones en la sierra, con botas, pantalones y jerseis. Había entre ellas hombres con uniformes grises, los uniformes del Ejército real yugoslavo, aunque con galones diferentes.

Hubo un silencio. Uno de ellos se adelantó con aire de autoridad natural. Esbelto, con un uniforme gris sin galones; llevaba un gorro del Ejército y unas brillantes botas de montar negras. Era Tito.

Por entonces sabíamos muy poco de él. Algunas preguntas tenían primordial importancia para nuestra misión: ¿era un agente soviético? ¿Era ruso?

Las primeras palabras que dijo fueron: «Supongo que la razón por la que no han venido antes es porque creen que nosotros matamos al agente británico.» En 1943 habíamos perdido tres misiones británicas, una de ellas en extrañas circunstancias.

En El Cairo nos habían llegado rumores de que le habían matado los partisanos. Le contesté: «No, no lo creímos. Sabemos lo que pasó.» Mi respuesta pareció sorprender a Tito.

Nos identificamos y explicamos nuestra misión. Dijo inmediatamente que colaboraría con nosotros, y lo repitió varias veces. Le dije cuál era el objetivo principal de nuestra misión: intentar obtener la colaboración de todos los grupos de la resistencia para sabotear las comunicaciones interiores (ferrocarriles, puentes y carreteras), con el fin de impedir el paso por Yugoslavia de los abastecimientos que le llegaban a Rommel en el norte de Africa desde Europa central. Al cabo de un cuarto de hora habíamos decidido cuál sería el primer blanco. Por nuestra parte, y siguiendo las instrucciones que habíamos recibido, prometimos que los británicos enviarían a Tito explosivos y aprovisionamientos.

Tito parecía tener un perfecto control de sí mismo. De 1,75 de altura, sus rasgos eran firmes y pronunciados; ojos penetrantes de un color gris claro; movimientos meditados y pausados; una voz calmada, sin alterar el tono en ninguna ocasión. Jamás alzaba la voz, ni siquiera para dar órdenes. Nuestro continuo ajetreo no parecía afectarle. Impecable y elegante, con manos nerviosas y delicadas, fumaba continuamente con una pequeña boquilla de ámbar que dijo haber comprado en Turquía cuando regresó a Yugoslavia desde Rusia, en 1940. Estaba muy bien informado y le gustaba hablar de los acontecimientos mundiales de actualidad, y aunque era un curtido dirigente comunista, secretario general del Partido Comunista yugoslavo, no era doctrinario. El aspecto más marcado de su personalidad era su capacidad para discutir sobre cuestiones actuales o históricas, como si no tuviera ideas preconcebidas sobre ningún tema. No era un ciego dirigente del partido, sino todo lo contrario. Tenía una mente extraordinariamente sutil, abierta a cualquier razonamiento.

Esa noche los cinco que formábamos la misión nos alojamos en una cabaña a unos cien metros de la de Tito. Repentinamente llegó un mensaje suyo. Decía: «Partimos esta noche.»

Pasamos sobre la cima del Durmitor, de unos 3.300 metros de altura, y comprendimos que estábamos intentando romper un cerco. Los alemanes, junto con sus aliados italianos, tenían algo más de 100.000 hombres. Desde el punto de vista de los partisanos, ésta era su operación principal; los alemanes estaban intentando destrozar el movimiento partisano en una operación de cerco.

Tito estaba haciendo un gran esfuerzo por romperlo, y nosotros habíamos caído en Yugoslavia en el punto culminante de la crisis. Fue un importante accidente histórico el que los británicos establecieran contacto fisíco con Tito y su Estado mayor en este crítico momento. Si hubiéramos llegado a una zona en calma, en un momento de tranquilidad, puede que hubiéramos tardado meses en crear lazos personales. El hecho de que llegásemos en el momento cumbre de su epopeya significó la rápida y firme creación de unas relaciones humanas básicas. No había tiempo para hablar de quién era Tito o de quiénes éramos nosotros; corríamos y luchábamos todos juntos, y el peligro común supuso un lazo de unión más importante que mil palabras. La situación era caótica, todo se vino abajo, incluso las comunicaciones con algunas unidades.

Pocos días después, Bill Stuart moría en un ataque aéreo alemán; me quedé solo con Tito. Los aviones enemigos habían efectuado varias pasadas, volando bajo, lanzando bombas y disparando balas explosivas; en esta ocasión nos habían sorprendido atravesando un bosque al amanecer.

La metralla hirió a Tito en un hombro

Tito y yo nos arrojamos a una zanja; cayó una bomba a unos cuantos metros; en el momento justo de la explosión, el perro lobo de Tito le cubrió el cuerpo y quedó muerto. La metralla hirió a Tito en un hombro, y la explosión me arrancó la bota izquierda y me hizo una pequeña herida en la pierna. Bill Stuart corrió a refugiarse en los árboles, pero un trozo de metralla o una bala, incrustado en la cabeza, le mató instantáneamente.

Bill hablaba serbocroata; yo no había tenido tiempo de aprenderlo. Pero Tito hablaba alemán con soltura, con acento austriaco, de manera que, irónicamente, hablamos los dos en alemán todo el tiempo, hasta años después de la guerra.

Había un punto especial que determinaba la naturaleza del combate durante nuestro intento por romper el cerco alemán. Tito tenía que proteger a más de 3.000 hombres heridos, lo cual condicionaba el planteamiento táctico de la operación, ya que los hombres tenían que luchar para salvar a los heridos de una matanza cierta por parte de los alemanes. No había ninguna regla de guerra. La unión entre los heridos y los combatientes era profundamente conmovedora. Las vidas de aquéllos dependían de sus camaradas, y había que proteger a los heridos. Todo ello obstaculizaba las operaciones, pero, al mismo tiempo, los esfuerzos por salvarlos aumentaban la moral; si se hubiera abandonado a los heridos, la moral de los combatientes se hubiera venido abajo.

Los hombres de Tito se vieron obligados a quitar los vendajes a los moribundos para ponérselos a aquellos a los que existía alguna posibilidad de salvar. No tenían ni anestesia ni medicamentos. Las condiciones eran horribles; era prioritario mandar material sanitario, y luego ropa. No llegaban en grandes cantidades, pero tenían un gran efecto sobre la moral de los partisanos, y en esta etapa de Ia contienda, la moral era vital.

El combate que se estaba desarrollando cuando llegamos nosotros era la batalla de Sutjeska nombre que le dieron los yugoslavos por un río que dividía en dos e campo de batalla. Los alemanes tenían la iniciativa. Los yugoslavos atacaban a las columnas mediante emboscadas que estaban perfectamente planeadas, pero, en términos generales, la parte principal de la lucha consistía en movimientos de tropas alemanas para intentar aniquilar a todas las tropas de la resistencia que se encontraban en un área determinada.

Teníamos que atravesar terreno montañoso; esto suponía descender por unas escarpadas laderas y cruzar un no de aguas rápidas, con los alemanes atacando con la aviación para intentar volar los pocos puentes que quedaban en pie. En ciertos momentos nosotros estábarmos en una cumbre con los aviones alemanes bajo nosotros. Cada sector de la batalla era una carrera para llegar a la cima de las montañas, ya que desde allí se podía disparar; si te sorprendían abajo te disparaban o arrojaban bombas. La carrera por las alturas era vital. Los yugoslavos se movían con asombrosa rapidez; muchos de ellos provenían de las montañas.

Poco después de llegar, Tito dio una orden que hizo llorar a algunos de sus soldados: tenían que deshacerse de todo menos de las ametralladoras ligeras, los rifles, los revólveres y las granadas de mano. Si hubiéramos conservado el resto de las armas no habríamos podido movernos con soltura, y la movilidad era nuestra salvación. Recuerdo un intento desesperado de un oficial partisano para romper el cerco de los alemanes y unirse al grueso de las tropas de Tito. Me encontraba muy cerca de él, a unos cuatrocientos metros quizá. Pensó que tendría que dirigir el ataque personalmente, de manera que se lanzó adelante. En cuanto salió de entre los árboles con un revólver en la mano, un oficial alemán oculto en un refugio frente a él se puso en pie. Dispararon al mismo tiempo y se mataron uno al otro, como si estuvieran en un torneo medieval.

Apenas le hablé a Tito durante la confusión del combate, pero anteriormente me había dicho que no me alejara de su vista: «Manténgase cerca de mí. Si no, no sé qué va a pasar.» De cuando en cuando, durante un descanso en la lucha, me explicaba lo que estaba ocurriendo, lo que pretendían hacer los alemanes y cómo iba a contraatacarles él; explicaba todo claramente y con calma; jamás se quejaba o culpaba a nadie. Tenía un sentido del humor algo seco, que nunca le abandonaba.

Posteriormente, Tito y yo hablamos mucho más. Una vez le pregunté lo que sabía de Inglaterra. Se rió y dijo que cuando estuvo en Viena, en los años treinta, en la sede central del clandestino Partido Comunista, y más tarde en París, uno de sus periódicos favoritos era The Economist. No hablaba inglés, pero había aprendido suficiente en la cárcel para leerlo. Entonces no entendía inglés; ahora, sí.

Poco a poco se podía reconstruir su pasado. En su juventud había trabajado en fábricas en Austria, Bohemia y Alemania. Habló un poco de España y de la guerra civil española, aunque dejó claro que él mismo no había ido allí. Todavía sigue habiendo leyendas de que fue uno de los organizadores militares de los republicanos en España, pero en 1943 me dijo que no había estado jamás allí, y lo ha re

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petido en numerosas ocasiones.

Jamás se mencionó si era o no marxista. Ni hablábamos de Marx. No hablaba como un marxista, pero él, sus oficiales, y los simples soldados, emocionalmente, se sentían profundamente unidos a la Unión Soviética. Opinaban que los rusos estaban desempeñando un papel primordial en la guerra, que estaban soportando lo peor de la contienda. Más tarde supe que irónicamente, en el sitio exacto en el que nosotros descendimos en Montenegro, habían estado aguardando una misión rusa en 1942; esperaron en vano durante tres semanas. Este incidente les desilusionó. No lo reconocieron en ese momento, pero más tarde salió a la luz que, después de nuestra llegada, habían enviado un telegrama a Moscú: «Ha llegado una misión británica; ¿por qué diablos no podéis venir vosotros?»

No defendían ciegamente a los rusos, pero Rusia significaba todavía mucho para Tito y sus oficiales. Al fin y al cabo, Tito había estado en la guerra civil rusa, prisionero de guerra del Ejército austro-húngaro. En los años treinta había pasado allí algunas largas temporadas.

Sin embargo, era un hombre muy independiente. Nada indicaba un control por parte de los rusos, no había ninguna misión soviética ni indicaciones de ayuda material soviética. Los partisanos luchaban evidentemente solos, como el primer movimiento nacional comunista que había surgido en la Europa ocupada.

Aunque Tito y sus hombres eran fuertemente nacionalistas, consideraban también la guerra como una revolución social. Era evidente que los partisanos acabarían ganando, tanto a los alemanes como a sus propios enemigos nacionalistas, pues al tiempo que se estaba desarrollando una guerra contra el Eje, se estaba dando también una guerra civil de tipo ideológico. El 60% o el 70% de los soldados de Tito no eran comunistas, pero se estaba llevando a cabo un intenso adoctrinamiento político. Durante la guerra me tropecé con un pequeño grupo de soldados sentados bajo un árbol que estaban siendo instruidos en el marxismo. Eran campesinos que no sabían quién era Marx, pero el adoctrinamiento comenzó pronto y continuó. Tenían clases a cuatrocientos metros de donde se estaba derramando la sangre.

El Ejército de Tito no era el único de Yugoslavia

El ejército de Tito no era el único que había en Yugoslavia. Nos enteramos, en 1941, de que un tal coronel Mijailovich, un distinguido oficial del Ejército Real yugoslavo, había comenzado a reclutar gente para combatir a las fuerzas de ocupación de Yugoslavia. En esa época, Gran Bretaña estaba buscando ansiosamente alguien en la Europa ocupada que estuviera haciendo algo contra los alemanes.

Sin esperar a tener suficiente información, Mijailovich sirvió de base para la política de ayuda de Gran Bretaña. Era, al menos, una figura simbólica que combatía a los alemanes. A partir de octubre de 1941 nos mantuvimos en contacto regular por medio de la radio con Mijailovich, durante dieciocho meses, preparándole para combatir a las fuerzas de ocupación bajo nuestras órdenes. Pero él pensaba que los aliados efectuarían una gran operación de desembarque en los Balcanes; esto hizo que, finalmente, su situación resultara insostenible. La verdad es que en ningún momento tuvimos la intención de llevar a cabo una gran operación estratégica de desembarco en los Balcanes; es un punto discutido que yo, como historiador, considero cierto. Sin esta operación, Mijailovich no podía resistir indefinidamente, ya que estaba también envuelto en la guerra civil contra los partisanos. A medida aue se iba retrasando la fecha del hipotético desembarco, su situación se fue deteriorando hasta verse obligado a permitir que sus oficiales aceptasen armas y alimentos de los italianos.

Cuando los italianos se hundieron, en septiembre de 1943, la tragedia fue total. Para protegerse y proteger a sus unidades, a Mijailovich y sus oficiales no les quedó más opción que llegar a un acuerdo con los alemanes.

Los contactos con Tito y el abandono de Mijailovich iban unidos al hecho de que no habíamos logrado llegar a un acuerdo con los rusos sobre la cuestión de Yugoslavia. Había el peligro de que los rusos apoyasen a Tito y dejaran a los británicos con Mijailovich. Así pues, otro de nuestros objetivos era evitar la extensión de la guerra civil, aunque nuestros esfuerzos resultaron poco realistas.

En 1941, Tito y Mijailovich tuvieron dos encuentros personales, y hubo un tercer encuentro entre sus representantes, con el objetivo de lograr un modus operandi para una acción conjunta contra los alemanes. Según Tito, Mijailovich le tomó por un, agente soviético al frente de unidades comunistas. Tito consideraba a Mijailovich simplemente como el representante de un ejército regular derrotado, que no era, por consiguiente, de mucha utilidad para una resistencia prolongada. Mijailovich pensaba que Tito y sus oficiales no tenían la capacidad necesaria para organizar ningún tipo de resistencia militar.

Mijailovich esperaba el restablecimiento de la monarquía serbia al término de las hostilidades, en el seno de un nuevo Estado yugoslavo. Por otra parte, Tito trazó todo un programa teórico sobre la base de derrumbamiento del Estado yugoslavo. En su opinión, el derrumbamiento del Ejército yugoslavo en 1941 había abierto camino a la revolución social. Según Tito, el único punto de diferencia entre ellos era que él estaba dispuesto a combatir a los alemanes bajo las órdenes de Mijailovich, pero a condición de que los comités locales de los pueblos liberados a los alemanes estuviesen en manos de los comunistas. Mijailovich no quería aceptar la propuesta, de forma que la ruptura estaba ya implícita desde el mismo comienzo de las conversaciones.

Por entonces, yo ya había enviado un cable a El Cairo diciendo que había comprobado la existencia de un ejército de 70.000 hombres a las órdenes de Tito, que era evidente que estaban enfrentándose a las fuerzas del Eje, y que me parecía el momento de enviar un oficial de categoría superior, que mi misión había terminado, y si podía abandonar el país y explicarles la situación en El Cairo.

No sabía que en Londres ya habían decidido enviar a Yugoslavia una misión de mayor categoría. Se habían adelantado a mi mensaje con el nombramiento del general de brigada Sir Fitzroy Maclean como representante directo de Churchill y del Gobierno británico ante los combatientes yugoslavos. Eso significaba el fin de mi misión.

Fitzroy Maclean llegó en septiembre de 1943, tras la rendición de los italianos. Su misión, acreditada ante Tito por el mismo primer ministro, era sobre una base diferente a la mía. La mía había consistido en comprobar la existencia del movimiento de Tito, que era eficaz, y que era el grupo que deberíamos apoyar.

Cuando llegó Fitzroy Maclean, me quedé como componente de su misión, a sus órdenes, hasta principios de diciembre de 1943.

Se creyó oportuno que era hora de que una misión yugoslava acudiera a El Cairo en representación de Tito; Maclean y yo les acompañamos. Nuestra llegada a El Cairo coincidió casualmente con el regreso de Churchill de la conferencia de Teherán. Churchill nos llamó a Fitzroy y a mí, juntos y por separado. Nos sometieron a un severo interrogatorio. La primera reunión, quizá la más importante, duró toda una mañana. Churchill, echado en la cama, fumaba un cigarro. Tras los interrogatorios, Churchill, que llevaba tiempo pensando que posiblemente fuera en interés de los británicos obtener el máximo apoyo de la resistencia yugoslava, y que esto sólo podía conseguirse con Tito, vio confirmada su opinión por nuestras palabras.

Después de la guerra he visto a Tito en muchas ocasiones. Como historiador, estoy intentando escribir sobre Yugoslavia y su historia pasada, y siempre que le veo está dispuesto a hablar de ello. Le gusta. Le gusta dejar, de cuando en cuando, a un lado los asuntos de Estado y hablar del pasado. Recuerda detalles insignificantes; no hace mucho, por ejemplo, dijo a sus amistades, en su pueblo de Brioni, que durante los combates de 1943 me había enseñado a comer hierba. Me había mostrado un tipo de trébol comestible, y lo habíamos comido juntos.

Tito está firmemente convencido de que las raíces de la sociedad yugoslava moderna están sólidamente afincadas en su pasado revolucionario, y que cuando se muera dejará a sus seguidores una empresa en marcha, en la que se han tomado en cuenta todas las posibilidades futuras. En el XIII Congreso del partido, celebrado en junio de 1978, afirmó:

«La Yugoslavia socialista, autogestionaria y no alineada cuenta con unas bases firmes y duraderas para el futuro.»Su contribución a la sucesión a la presidencia de Yugoslavia ha consistido en justificar, política e históricamente, su conducta como dirigente de la revolución yugoslava en una serie de reuniones, tanto públicas como del partido. Lo ha explicado más detalladamente en sus obras completas. El objetivo de todas estas revelaciones es demostrar, narrando los significativos acontecimientos históricos de la lucha del Partido Comunista yugoslavo desde su fundación, en 1919, hasta la toma del poder revolucionario, en 1945, que la actual estructura de la República yugoslava, política, social y militarmente, ha surgido, «de manera lógica», de las luchas del pasado.

A Stalin le faltaba valorpara confiar en la gente

Después de haber considerado el problema de su sucesión, encara con satisfacción el riesgo último y más audaz de su carrera política: creer que el pueblo yugoslavo es capaz, con una buena dirección, de gobernarse a sí mismo. Recientemente, dijo de Stalin: «Le faltaba valor para confiar en la gente.» Tito conoce perfectamente los problemas de transmitir la autoridad suprema, cuando está identificada en una personalidad, a una dirección colectiva. Pero está convencido de que la transmisión del poder se hará con éxito, fácil y pacíficamente, siempre que no haya injerencias exteriores en los asuntos de Yugoslavia.

Se especula siempre sobre la intervención soviética tras la muerte de Tito. En mi opinión, intervendrían solamente si hubiera alguna razón de orden externo, como, por ejemplo, una guerra en Oriente Próximo, en la que podrían necesitar pistas de aterrizaje y puertos en Yugoslavia. O en una fase grave de conflicto estratégico por el control del Mediterráneo, los rusos podrían intentar controlar los puertos yugoslavos y la ruta del Adriático a Europa central. Pero no creo que interviniesen en Yugoslavia simplemente porque haya muerto Tito, incluso si hubiera dudas sobre la sucesión. Tito está seguro de que la República yugoslava, creada en el curso de una encarnizada guerra, resistirá las tensiones de su desaparición fisica.

Copyright 1980, The Observer

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