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Reportaje:LA POSGUERRA DE IRAK

Bagdad, ciudad sin ley

Los incidentes con muertos por disparos se multiplican en una ciudad donde se suceden secuestros, robos y violaciones

Ramón Lobo

Petrus Yacu Goga sufre pesadillas. De noche sueña con Adnan, el secuestrador. Para dormirle, su familia le prende medallitas de la Virgen en un extremo de la almohada. Petrus tiene ocho años, ojos claros y apenas habla. Es retrasado mental. Escucha la conversación que gira sobre él, como si se tratara de la historia de otro, pero no quiere salir a la calle. Está atemorizado. Es el único varón de ocho hermanos, el pequeño de una familia cristiana caldea del barrio de Dora, en Bagdad.

El 24 de julio jugaba, como otras tardes, frente al mercado cercano a su casa. Se detuvo un BMW verde sin matrícula. Bajaron tres hombres, le preguntaron su nombre y se lo llevaron a empellones. Renine, la hermana de 11 años, lo vio todo. Fue la que avisó a la familia. "Nos volvimos locos, llorábamos y chillábamos; no sabíamos qué hacer", asegura Tara, de 21 años, responsable del cuidado del chico. Al día siguiente, Najad, una amiga de la familia, les informó de que otro vecino (musulmán) sugería colocar en la puerta de la vivienda un papel con el número de teléfono. A los diez minutos de seguir el consejo se detuvo un Peugeot blanco y un hombre anotó los datos. Los captores telefonearon sin demora. Pedían 60.000 dólares. La familia dijo que carecía de esa cantidad, pero el interlocutor les recordó la bonanza del tío Adip, de 47 años, que regenta una licorería en la capital.

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En un segundo contacto bajaron a 50.000. Adip condujo las negociaciones por teléfono (Dora es uno de los pocos barrios en el que funciona). Tras dos días de regateos, se estableció una cantidad final: 20.000 dólares y alguna pieza de oro. "Dijeron que si no pagábamos nos entregarían un cadáver", asegura Tara. La familia denunció el caso a la policía local y a los norteamericanos, pero nadie pareció interesarse por un delito que se repite cada día en Bagdad. Desde que cayó el régimen, el 9 de abril, la criminalidad rampa sin control en todo el país. Pocos se atreven a salir de sus hogares en las ciudades cuando cae la tarde y las mujeres se esfuman del paisaje. Bullen noticias de robos, asesinatos y violaciones que la imaginación popular adorna creando un pánico colectivo.

Los secuestradores acordaron con Adip efectuar el canje en la populosa plaza Beirut. A las diez de la mañana, a la vista de cientos de curiosos paralizados por el pánico, el tío se acercó al BMW verde sin matrícula aparcado. Vio sentados detrás a dos hombres armados con el chico dormido sobre sus piernas. Pagó los 20.000 dólares y les mostró una cadena y una cruz de Petrus. "Es lo único que hemos encontrado", dijo, según cuenta Hana, la hermana mayor. Adnan, que estaba al volante, respondió: "Será mi regalo para el chico". El hampón tomó el dinero, abrió la puertezuela y arrojó a Petrus a la acera. El chico estaba exhausto. Durante los tres días de cautiverio, los delincuentes, de los que recuerda los nombres, Adnan, Abbas y Alí, le enseñaron a fumar y a veces le golpearon.

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El comandante Denis Kennedy es alto y amable. Trabaja en el Centro de Coordinación de la Asistencia Humanitaria del Ejército de EE UU en Irak. A su oficina, situada en una zona céntrica de la capital, se accede con dificultad. Se halla en el perímetro de uno de los palacios del ex dictador, ocupado por los norteamericanos y el enjambre burocrático de la Autoridad Civil Provisional (CPI). Parece un fortín. Son varios los controles de seguridad y nulo el contacto de los que allí trabajan por el futuro de Irak con la población. Sobre un mapa, Kennedy coloca números y letras. Son códigos de los incidentes armados con la resistencia. Preguntado por los crímenes comunes, Kennedy dice que no se han elaborado estadísticas.

El inventario criminal tampoco fue el fuerte de Sadam: no existen datos desde 1987. En el tanatorio de Bagdad aseguran que los muertos por bala en junio de 2002 fueron 10; un año después subieron a 470. El procónsul estadounidense en Irak, Paul Bremer, vincula la delincuencia a la amnistía decretada por Sadam en noviembre (más de 100.000 maleantes salieron a la calle) y no a la falta de previsión del invasor. El asesor (jefe) de la nueva policía iraquí, el norteamericano Bernard Karik, ex comisionado de la de Nueva York, culpa a bandas de fedayin. Otros crímenes son venganzas, como el del doctor Mohamend Alrawi, médico de Sadam, asesinado en agosto. Otros doctores que trataron al ex presidente ya no pasan consulta.

Pero ni la familia de Petrus ni otras de la ciudad se acuerdan del perdón presidencial. Ni de la guerra. En Bagdad, la gente recuerda aterrada los primeros días de saqueos en los que miles de incontrolados asaltaron y robaron en ministerios, palacios, hospitales, museos, tiendas y casas. Las fuerzas militares ocupantes no impidieron el pillaje. Esa pasividad costó miles de millones y algo esencial: con ella se esfumó el prestigio del Ejército todopoderoso. Con una tropa equipada y entrenada para la guerra, el Estado desapareció.

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