Bin Laden ante el espejo
Imaginemos a Bin Laden delante del espejo en su guarida de Abottabad. Aunque él no lo sepa, son sus últimos días. Sí que sabe que desde hace mucho tiempo todos los días se parecen demasiado unos a otros. Aislado del mundo exterior y decrépito físicamente, observa cómo le tiñen el pelo antes de su próxima sesión de vídeo. Pero mientras sus caducos vídeos llaman a extender la yihad, desde Rabat a Damasco los jóvenes del mundo árabe y musulmán han tomado las calles en demanda de libertad sin atender a jerarquía política, religiosa ni tecnológica alguna. Cierto que entre ellos hay islamistas. Y cierto también que son los líderes laicos que Bin Laden tanto detestaba los que están cayendo en el norte de África y, quién sabe, incluso en Siria y más allá. Pero mirando el mapa del mundo que tiene ante sí, Bin Laden solo puede constatar la presencia de Al Qaeda en el sur de Somalia, las zonas tribales del noroeste de Pakistán, partes de Yemen y algunas zonas inhóspitas del Sahel. Diez años después del 11-S, Al Qaeda no ha conseguido volver a golpear en Estados Unidos y, aunque los talibanes no han sido doblegados, Occidente no solo no ha sido derrotado, ni en Irak ni en Afganistán, sino que los cazas de la OTAN se pasean por los cielos de Libia aplaudidos por la población.
En el mundo musulmán, el que tiene la sartén por el mango es el moderado y progresista Erdogan
Mientras las estadísticas muestran que con su estrategia de atentados indiscriminados Al Qaeda ha matado a más musulmanes que occidentales, quien tiene la sartén por el mango en el mundo musulmán es el turco Recep Tayyip Erdogan, un líder que ha sabido convertir el islamismo radical en una poderosa fuerza social y política, conservadora en los valores pero progresista también en tanto en cuanto promueve la movilidad social y la modernización del país. Además, aunque el encaje no sea fácil, el conservadurismo social y moral que representa el islamismo no parece ser completamente incompatible con la democracia. Viendo lo que ocurre en Turquía, pero también en otros países árabes y musulmanes, Bin Laden no puede menos que constatar que el islamismo tiene un enorme futuro como fuerza política, pero de un modo completamente distinto al imaginado por él. Así pues, nunca un éxito tan grande, el 11-S, desencadenó un fracaso tan tremendo. Y eso que gente como Bush hijo, Cheney y Rumsfeld pusieron un enorme empeño en seguir la hoja de ruta marcada por Bin Laden, invadiendo a diestro y siniestro, retorciendo las libertades en Estados Unidos, violando a su antojo el derecho internacional o los derechos humanos y antagonizando a todo el mundo árabe y musulmán. Pero hoy, aunque Al Qaeda lograra articular un gran atentado, es difícil pensar en qué cambiarían las cosas.
Donde sí sembró el caos Bin Laden el 11-S fue en nuestras mentes. Veníamos de la tesis de Fukuyama sobre el fin de la historia y, súbitamente, todo el mundo se volcó hacia Huntington y su tesis sobre el choque de civilizaciones. Sin embargo, ambas tesis se filtraron al debate público en unas versiones tan simplificadas que apenas sirvieron como clichés. Pues la tesis de Fukuyama no afirmaba que una vez extinta la Unión Soviética todos los países del mundo se convertirían automáticamente en democracias, sino algo menos rotundo que a la postre se ha demostrado cierto: que aunque los autoritarismos pudieran ser exitosos y perdurar (véase China, Rusia o incluso Irán), en modo alguno constituirían un modelo organizativo alternativo a la democracia liberal. De la misma manera, aunque Huntington fuera tildado de neocon, su trabajo prevenía acerca de la universalidad de la experiencia democrática occidental y, singularmente, llamaba a la cautela a la hora de pensar en su imposición por la fuerza a otras culturas, marcadas por otras experiencias históricas.
¿Cuál es el balance intelectual de esta década? De Fukuyama podemos rescatar un sano optimismo, pues nos permite pensar que allá donde confluya una economía de mercado dinámica con la emergencia de una clase media, estamos en condiciones de esperar que el cambio social desencadene presiones para un cambio político. Y al mismo tiempo, de Huntington podemos rescatar un sano escepticismo acerca de la dificultad de trasplantar sin más las instituciones y prácticas democráticas occidentales a otros contextos. Y el caso es que desde Túnez hasta China pasando por Libia vemos que, en lo esencial, se están dando ambas condiciones: el cambio social presiona hacia el cambio político, pero lo hace de abajo arriba, no de fuera adentro, y dentro de los límites marcados por la cultura y la historia local. Por eso, aunque Bin Laden sea un icono increíblemente poderoso, la historia la están escribiendo otros.
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