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Columna
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Burka

Sami Naïr

El burka (o niqab, es decir, el hecho de ocultar por completo dentro de un auténtico vestido-reja al ser de la mujer, guiado por dos agujeros a la altura de los ojos para poder caminar) está de actualidad en Europa no sólo porque, ya sea por voluntad propia o por obligación, lo lleven algunas mujeres, sino también y sobre todo porque muestra los profundos vínculos entre la norma jurídica, las tradiciones y las culturas. De este modo, se encuentra en el centro de la problemática multicultural. Desplaza las relaciones entre el espacio privado y el espacio público, porque quiere fundamentalmente redefinir las fronteras entre ambos.

Producto de su propia historia, cada sociedad dispone evidentemente de un cuerpo de doctrinas que rige esas fronteras. Existen, sin embargo, lo que podríamos llamar comunidades de pertenencia que trascienden las diferencias culturales y fundan el arraigo a una compartida condición universal. Agredir al otro, exhibir el sexo en público o profanar a los muertos, está proscrito en casi todas las culturas contemporáneas.

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El caso del burka es interesante porque atañe a una interpretación esencialmente asiática del islam, que tiende en nuestros días a propagarse por los países arabo-musulmanes y por Europa (de momento, un centenar de casos). Refleja una práctica de la religión de la que no hallamos fundamentos doctrinales coherentes dentro de las distintas interpretaciones del islam.

En realidad, la velación generalizada de la mujer se convirtió en un problema político internacional a raíz de la victoria en los años ochenta de la revolución religiosa iraní, acontecimiento central que transformó el islam mundial. Por otra parte, el burka pertenece sobre todo a la tradición afgana.

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Preocupadas de fundamentar en derecho la prohibición o la aceptación de ese hábito de vestimenta ligado a la práctica radical de la religión, las sociedades occidentales vacilan entre la repulsa cultural y el respeto por la libertad individual. En Francia, el asunto está ahora en manos del Consejo de Estado, ya que el poder legislativo ha sido incapaz de pronunciarse. La prohibición general de llevar el burka puede fundamentarse en derecho a partir del principio de defensa del orden público. Como no se puede discriminar entre una mujer que pretende sustraerse por convicciones religiosas a la mirada de otra persona y otra (o un hombre) que lleva explosivos ocultos bajo un burka, podemos alegar legítimamente que existe, en efecto, un riesgo potencial para el orden público. El Estado tiene la obligación de proteger a sus ciudadanos. Existen, por supuesto, vías de impugnación, particularmente en el derecho internacional, y el asunto puede llegar lejos.

Pero la situación es insólita sobre todo desde el punto de vista filosófico: el hecho de vestir el burka entra en conflicto flagrante con el principio de convivencia, según el cual, en la interacción social, yo necesito saber quién eres tú porque tú necesitas saber quién soy yo, pues nuestro contrato colectivo se basa en el principio del reconocimiento mutuo. Doy a conocer mi identidad porque la sociedad es un encuentro de identidades. De este modo, mostrar el rostro expresa el fundamento esencial del vínculo social, algo que afecta por igual a hombres y mujeres.

El conflicto se produce en este caso porque la tradición integrista oscurantista rechaza esa igualdad en el cuerpo social. Las mujeres son las que, en el islam radical, sufren la peor parte de esta exclusión. No hay diferencias de fondo entre llevar el burka por consentimiento religioso y llevarlo por imposición patriarcal, ya que, una vez se convierte en mayoritario, el consentimiento de unas sirve con frecuencia para justificar la sumisión y la servidumbre de otras.

Ahora bien, si consideramos que se producen logros de la civilización en términos de igualdad y de libertad de la persona, está claro que no podemos poner al mismo nivel a una cultura que afirma ese principio y a otra que lo rechaza. La mayor paradoja está en que cuando la mujer se oculta bajo el burka, se cubre con el velo, en realidad se descubre del todo como objeto (un objeto del hombre). Difícilmente convertida en las sociedades occidentales en sujeto de derecho, resulta que ahora queremos rebajarla a la categoría de cosa anónima animada. Apelando al relativismo cultural, algunos intentan en nuestros días hacer aceptar, con una estrategia cínica, esa aberrante idea de que, por respeto a sus creencias, hay que acostumbrarse a ver a seres humanos deambulando bajo ese atuendo tenebroso.

Traducción de M. Sampons.

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Sobre la firma

Sami Naïr
Es politólogo, especialista en geopolítica y migraciones. Autor de varios libros en castellano: La inmigración explicada a mi hija (2000), El imperio frente a la diversidad (2005), Y vendrán. Las migraciones en tiempos hostiles (2006), Europa mestiza (2012), Refugiados (2016) y Acompañando a Simone de Beauvoir: Mujeres, hombres, igualdad (2019).

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