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Revolución democrática en el Magreb
Columna
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Callando sobre Túnez

José María Ridao

Silencio es todo lo que ha cosechado desde Europa uno de los acontecimientos más importantes que han tenido lugar en el Magreb desde las independencias, como ha sido el derrocamiento del presidente tunecino Ben Ali. Una revuelta popular que pone fin a una larga dictadura no es un asunto menor en ninguna latitud; en el Magreb, por su parte, adquiere una formidable dimensión porque los principales países de la región comparten una situación económica similar y padecen unos regímenes que, pese a sus diferencias formales y de grado, tienen en común su naturaleza dictatorial. También los aproxima la condescendiente actitud de la Unión Europea, que ha buscado la colaboración de los Gobiernos magrebíes en materia de terrorismo e inmigración a costa de cerrar los ojos ante las violaciones de derechos humanos, los escándalos de corrupción y la sistemática manipulación de los procesos electorales.

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Mientras los tunecinos celebran la huida de Ben Ali y el resto del Magreb mira hacia Túnez con esperanza o con recelo, según se haga desde las calles o los despachos, la única preocupación que han expresado con suficiente nitidez la Unión Europea y las principales cancillerías de los Veintisiete tiene que ver con la repatriación de los nacionales. Sería impensable que la Unión los abandonase a su suerte; pero tan impensable, al menos, como el hecho de que ahí pueda acabarse su papel. Largos años de retórica euromediterránea corren el riesgo de quedar en eso, en retórica, cuando no en vistoso envoltorio diplomático que solo habría servido, a fin de cuentas, para justificar un statu quo de pobreza y falta de libertades políticas en el Magreb. Si la estrategia consistía en no entorpecer el diálogo con los dictadores para tener ocasión de empujarlos a la apertura de sus regímenes, ahora que esa apertura se ha producido en Túnez, y que el futuro democrático del país depende de lo que suceda en pocos días, resulta que todo lo que la UE tenía que hacer y que decir, todo lo que las capitales tenían que consultar para adoptar una posición común, se refería a los trámites consulares para fletar aviones que trajesen a los turistas.

Pocas situaciones son más difíciles de gestionar que un vacío de poder como el que padece Túnez tras la huida de Ben Ali, empeñado durante casi un cuarto de siglo en destruir cualquier alternativa política y cualquier oposición real, no domesticada. Los supervivientes de su régimen carecen de legitimidad para asegurar la transición democrática, aunque aún controlen en todo o en parte los restos del Estado dictatorial. Y la revuelta, que sí dispone de legitimidad, no tiene, sin embargo, ni tiempo ni seguramente liderazgo político para colocar los restos del Estado dictatorial rumbo a la transición democrática. La fórmula que parece estar abriéndose paso es restablecer la vigencia de la Constitución con la que gobernó Ben Ali y, a partir de sus disposiciones, formar un Ejecutivo de unidad nacional y convocar elecciones en el plazo de dos meses. Al margen de las dificultades para decidir qué fuerzas integrarán ese Gobierno interino, puesto que la oposición legalizada es percibida como parte del régimen por la que se mantuvo en la clandestinidad, está la cuestión del plazo y de la naturaleza del próximo Parlamento. Dos meses podrían ser insuficientes para que unas fuerzas políticas que nunca han podido actuar libremente estén en condiciones de competir en las urnas. Y en cuanto al Parlamento que salga de ellas, ¿será constituyente o, por el contrario, mantendrá el sistema de Ben Ali, pero sin Ben Ali?

Son muchas las incógnitas que se ciernen sobre el futuro político de Túnez, aunque todas bajo un signo de esperanza que no existía bajo la dictadura. Que ese signo se mantenga vivo depende, en primer lugar, de los tunecinos y, más en concreto, de los dirigentes políticos encargados de construir un sistema democrático a partir de la legitimidad que la revuelta popular ha puesto en sus manos. Pero depende, también, de los compromisos con la democracia en Túnez que adquiera la comunidad internacional y, en particular, la Unión Europea y sus Estados miembros, entre los que se encuentran algunos de los principales valedores de Ben Ali y, lamentablemente, de otros regímenes parecidos al suyo. El silencio ante los acontecimientos de Túnez, quizá los más importantes que han tenido lugar en el Magreb desde las independencias, es un mal presagio. Mal presagio para los demócratas del Magreb que observan que la Unión Europea solo sabe tratar con dictadores, o callar, y mal presagio también para la propia Unión, incapaz de fijar una posición política ante hechos trascendentales que tienen lugar en sus fronteras.

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