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Columna
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Cancún, clima multilateral

México, Unión Europea y Naciones Unidas: si hubiese un ranking de los perdedores en el contexto internacional en los últimos dos años, pocos dudarían en colocar a los tres en posiciones de cabeza. Mientras Estados Unidos demostró una capacidad de reinventarse y un liderazgo envidiables con la llegada de Obama, las flamantes potencias emergentes, agrupadas por Goldman Sachs bajo el acrónimo BRIC -Brasil, Rusia, India y China- son los países de moda, y se desenvuelven en el panorama internacional con gran desparpajo: Brasil, que ha pasado de deudor a acreedor en el FMI, se anima incluso a medrar en la resolución del conflicto nuclear con Irán; Rusia desgaja a una Georgia que se le hace incómoda y exhibe su músculo energético; India se presenta como el contrapeso a China y consigue así no solo legitimar su armamento nuclear sino incluso que el presidente estadounidense reclame para ella un puesto permanente en el Consejo de Seguridad de la ONU; China se ha convertido en el actor imprescindible en todo tipo de negociaciones y se deleita rechazando cualquier sugerencia de un nuevo orden en manos de un G-2 mientras hace temblar con sus políticas el equilibrio comercial, fiscal y monetario del mundo.

En esta cumbre, México y la Unión Europea se han quitado una espina

Una noche quedó gravada en la conciencia europea: la del 18 de diciembre de 2009, cuando, en la Cumbre del Clima de Copenhague, Obama se reunió a puerta cerrada con los representantes de China, India, Brasil y Sudáfrica para alcanzar un acuerdo que ninguneaba a la UE y desmentía su liderazgo incluso en la lucha contra el cambio climático. No mucho mejor estaba a esas alturas el ego de México, que tuvo en 2009 su annus horribilis particular: crisis económica, gripe aviar, explosión de la narcoviolencia. Pero el mundo no cambia tan deprisa. Hace falta mucho más que dos años malos para descartar el progreso admirable que hizo México, miembro del club de los países desarrollados, la OCDE, algo que ninguno de los cuatro BRIC está en condiciones de alcanzar pronto. Y la UE puede estar desorientada y falta de liderazgo, pero su peso en el mundo es suficiente como para que una mala noche en Dinamarca, o incluso la peor crisis económica en décadas, pueda simplemente eliminarlo.

En las negociaciones sobre cambio climático que acabaron en Cancún la semana pasada, estos dos actores se quitaron una espina. La diplomacia mexicana cosechó un éxito inesperado poniendo de acuerdo a la virtual totalidad de los países. La Unión Europea, abandonando el infructuoso protagonismo que quiso para sí en Copenhague, jugó una labor discreta y eficaz de limar asperezas e ir convenciendo a países. La otra gran ganadora es Naciones Unidas, que recupera con el acuerdo de Cancún un papel protagonista y demuestra que la perseverancia en mantener vivo el proceso a pesar de los fracasos sufridos sirve para que el cambio climático no desaparezca como prioridad para los actores locales e internacionales. El acuerdo alcanzado es ciertamente ambiguo y de mínimos. Pero, al final, Bolivia se quedó sola en su intento de bloquearlo, con argumentos ciertos (el acuerdo no va todo lo lejos que debiera) pero por razones mezquinas (legitimar su propia cumbre alternativa celebrada a principios de este año en Cochabamba), y quedó justamente aislada.

Cancún no es, ni de lejos, el acuerdo que cambiará el curso del cambio climático, aunque tal vez resulte un paso más eficaz que muchos de los que hemos visto hasta ahora. Copenhague parecía anunciar un nuevo entorno internacional en el que países grandes como continentes (Estados Unidos, Brasil, China, Rusia, India) se sentarían en una mesa para decidir por todos. Pero en Cancún se vio cómo diplomacias más discretas y dispuestas a trabajar por el bien común, acostumbradas a transigir y a ceder, pueden ser más eficaces en encontrar solución a los temas globales.

Los grandes problemas internacionales (económicos, ecológicos, de seguridad, de todo tipo) no se pueden resolver dejando de lado a las grandes potencias. Pero algunas de ellas tienen una enfermiza adicción a la soberanía: no es ninguna coincidencia, por ejemplo, que ni Estados Unidos, ni China, ni Rusia, ni India, sean firmantes del Estatuto del Tribunal Penal Internacional. Ceñirse a las reglas de todos no cabe en su autopercepción como potencias globales. Pero en un mundo con problemas compartidos, las únicas soluciones que pueden funcionar son las que imponen reglas comunes y limitan la capacidad de cada Estado y su soberanía. A orillas del Caribe la labor exitosa de la diplomacia mexicana nos ha recordado que el estilo propio de la UE, basado en las reglas y la negociación permanente, en buscar el consenso sin ceder al chantaje del veto, tiene mucho recorrido por delante. A eso, y no a intentar competir como una potencia al viejo estilo, debe consagrar sus energías la Unión Europea.

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