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ANÁLISIS | Tensión en Irán
Columna
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Canículas sangrientas en Teherán

Teherán es una ciudad del interior, situada en una meseta, al pie de una sierra. Sus veranos son secos y ardientes, como el interior de un microondas que fuera secando los fluidos vitales de sus habitantes. ¿Tiene esto algo que ver con que el estío sea allí propicio a revueltas populares? Quién sabe; lo cierto es que en el verano de 1978 Teherán fue un hervidero de huelgas, manifestaciones y caceroladas nocturnas, las que concluyeron a comienzos del año siguiente con el derrocamiento del tenebroso régimen del sha. Una década después, en junio de 1988, el ayatolá Jomeini, fundador de la República Islámica, fue enterrado en los suburbios meridionales de la capital iraní en medio de tal aglomeración y tal canícula que los helicópteros gubernamentales tuvieron que arrojar agua sobre las muchedumbres y aun así el número de bajas por deshidratación fue tremendo.

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De nuevo en pleno estío, en julio de 1999, Teherán fue escenario de manifestaciones. Esta vez, contra el régimen islámico, o mejor dicho, contra su ala más retrógrada. Algo empezaba a cambiar, emergían los primeros signos públicos de hastío de una nomenclatura que asfixia las mejores energías de la gran nación persa. Alí Jamenei, heredero de Jomeini como Guía de la Revolución, acusó entonces a EE UU de organizar y alimentar las protestas.

Este verano la ciudad se ve sacudida de nuevo por manifestaciones populares. El salto cualitativo respecto a lo ocurrido hace una década es espectacular: las protestas son mucho más masivas y están avaladas por prominentes figuras reformistas del régimen (desde el frustrado candidato Musaví hasta el gran ayatolá Montazeri, pasando por los ex presidentes Rafsanyaní y Jatamí). De ahí que la acusación de que Washington es el responsable de los sucesos suene más hueca y estereotipada que nunca. Al contrario, la pragmática prudencia demostrada hasta ahora por los Gobiernos occidentales sitúa a Jamenei y su protegido Ahmadineyad ante una evidencia devastadora: son los suyos, muchos de los suyos, los escandalizados por el pucherazo electoral y los dispuestos a derramar su sangre para que Irán comience a abrirse en su interior y hacia el mundo.

El levantamiento que terminó con el sha hace tres décadas y la vigorosa revuelta de ahora contra el búnker del jomeinismo tienen algunas semejanzas significativas. Una es ese inquebrantable espíritu de rebeldía contra la opresión que constituye una parte esencial del alma de la versión chií del islam, la adoptada hace siglos por los iraníes. Otra es la incorporación de las últimas novedades tecnológicas a ambos movimientos. Si ahora se habla del uso eficaz de los móviles e Internet por los manifestantes contra el pucherazo de Jamenei y Ahmadineyad, hace tres décadas el mundo se asombró por el hábil empleo que hacían los jomeinistas de los casetes para llevar su mensaje a millones de hogares iraníes.

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También hay diferencias notorias. La insurrección contra el sha fue más general, más unánime. Por decirlo en una frase, en ella participaron tanto los que hoy están con Ahmadineyad como los de Musaví... y, además, una parte -la de izquierdas- del actual exilio iraní. El sha terminó siendo destronado; en cambio, es difícil imaginar a día de hoy que vaya a producirse el colapso de un régimen que aún cuenta con cierto soporte popular y que ha probado su fortaleza sobreviviendo a una devastadora guerra con Irak y a treinta años de hostilidad estadounidense.

Pero la diferencia más significativa, la que comienza a cavar la tumba del régimen teocrático -se produzca su defunción ahora o dentro de unos años- es que Jamenei y Ahmadineyad han dinamitado la principal legitimidad interna del jomeinismo al ordenar a sus esbirros que disparen contra las muchedumbres que en las tórridas calles y terrazas de Teherán exclaman Allah-u Akbar (Dios es el más grande) y exhiben el color verde del islam. La sangre derramada este verano no se secará hasta la caída de los verdugos. Así lo exige, desde los tiempos de Alí y Hussein, el islam chií.

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