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Cuadernos de Kabul

Cazadores de recompensas en Chicken St

Afganistán desperdicia en la calle a parte de la generación que debe construir su futuro

Un pequeño ejército de niños pobres y algo sucios patrulla por Chicken Street en busca de extranjeros. No son peligrosos, solo cazadores de recompensas con un radar en los ojos. Descubren a la presa en cuando esta saca el pie del taxi y lo posa en el suelo. No sé si es el zapato, la bota o la zapatilla de tracking, la ropa informal o la manera segura de caminar por la vida lo que delata al foráneo. Hay algo en el movimiento apresurado del siglo XXI que resulta insólito en el Afganistán del XVI. No deben moverse igual por la vida quienes están acostumbrados al asfalto y a la mesa con mantel que quienes se enfrentan al reto cotidiano de multiplicar los panes y los peces, y es un decir, porque por lo general, aquí, solo hay panes.

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Los niños no son agresivos, pero sí insistentes. Los hay de tres tipos: niños simpáticos-pesados; niños plastas-pesados y niños que enseguida se cansan de pelear, renuncian a la presa y corren en pos de la siguiente. Estos últimos lo tendrán difícil en un Afganistán darwiniano que no perdona a los indecisos y a los débiles. Este es un país duro, hermoso, violento y difícil que solo acepta a supervivientes.

Nunca hubo niños limosneando por las calles en Kabul, dicen orgullosos los kabulíes. No durante el régimen talibán tan dado a prohibir todo lo que hace sonreír: la música, el cine, la televisión y los cometas; solo rezar y callar. Tampoco en la época de los muyaidines, más empeñados en matar civiles del otro bando cada vez que trataban de matarse entre ellos que en reconstruir el país y gobernar. No en los años de Mohamed Najibulá y los comunistas amparados por Moscú y sus tropas, tal vez el único intento serio de liquidar el feudalismo mental que encarcela a la mujer en un mundo sin derechos y sin rostro. No desde luego durante el reinado del Sha Mohamed Zahir en el que la pobreza era la única clase social disponible para sus súbditos.

En África existen más de 18 millones de niños huérfanos de padre o madre a causa de la pandemia del sida, y decenas de miles de otros niños que fueron arrancados de sus aldeas por guerrillas y Gobiernos para obligarlos a matar en nombre de la cuenta de resultados de los adultos, no siempre africanos, que también hay empresas occidentales que se lucran con los diamantes, el petróleo, el oro, el coltan y los llamados minerales estratégicos. Muchos de aquellos huérfanos y ex guerrilleros son ahora niños de la calle, aprendices de delincuente, presos de las mafias, sean del contrabando de drogas, personas, sexo u órganos. Ellos son las víctimas perfectas: se esfuman sin dejar rastro porque no hay familia ni amigos ni nadie que los recuerde.

Un país con derecho a la esperanza no desperdicia en la calle a parte de la generación que debe construir el futuro de todos. Esos niños de Chicken Street, a los que a veces la policía zarandea y golpea para que no incordien al extranjero que intercambia divisas por pañuelos de cachemir y joyas que parecen antiguas, son una demostración, mucho más que estas elecciones teatralizadas ante las televisiones occidentales y sus Gobiernos, de que el Afganistán de Hamid Karzai y de la comunidad internacional, de la UE y la OTAN, no funciona. Un niño de la calle afgano con mucha suerte consigue al día el equivalente a un dólar para llevar a casa porque sus familias no pueden elegir supervivencia y educación. Un dólar, 80 céntimos de euro, casi la mitad de lo que cuesta su café de cada mañana, es todo lo que tienen para vivir mil millones de seres humanos. No es una estadística. Solo es la realidad.

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