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Columna
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Cegados por la estrella turca

La primavera árabe ha convertido a Turquía en el país de moda, modelo para las reformas y defensor de causas justas, estrella ascendente en el firmamento oriental. Afrentada por el rechazo y frustrada por la falta de avances, Ankara deja de mirar a Bruselas y se pone nuevas metas en el ámbito regional y global. Sin embargo, el cambio no es solo en política exterior: la política del partido gobernante, el Partido de la Justicia y el Desarrollo (AKP), y de su líder, el primer ministro Recep Tayyip Erdogan, está transformando el juego democrático en Turquía, dejando de lado reformas importantes e incluso retrocediendo en libertades. El brillo de un resurgir turco en el Mediterráneo oriental no debe cegarnos ante la realidad preocupante del freno al proceso democratizador que a la larga amenaza lo más atractivo de esta Turquía emergente.

Sería un error que el AKP, embriagado por los elogios y éxitos, girase la espalda a Europa

La reacción de la Turquía de Erdogan a la transformación en el mundo árabe estuvo llena de contradicciones, como lo estuvieron las respuestas de Europa y de Estados Unidos, pero sus reflejos fueron mejorando e, incluso allí donde sus vacilaciones fueron más evidentes (Libia y Siria), supo reaccionar a tiempo y posicionarse de cara al futuro. Turquía es ahora el gran actor emergente en el contexto mediterráneo, ejemplo de la posibilidad de construir una democracia en un país de mayoría musulmana sujeto a grandes tensiones geoestratégicas. Se admiran sus éxitos en la integración de partidos islamistas en el sistema democrático y la superación de rivalidades tradicionales con los vecinos. Bajo la consigna "cero problemas" con los vecinos, Turquía desarrolló una política de buena vecindad que a la postre abrió las puertas a un enorme tráfico comercial y turístico con países como Rusia, Ucrania, Irán o Siria que han contribuido al milagro económico turco: en 2010, en plena crisis europea, la economía turca creció un llamativo 8,9%.

Sin embargo, los factores en los que se asienta la popularidad de Turquía parecen estar en cuestión. La democracia turca ha hecho grandes progresos, pero hay señales preocupantes que provienen no solo de los militares, sino de la judicatura y del propio Gobierno. Turquía mantiene a 57 periodistas en prisión, más que ningún otro país del mundo. En Internet no solo se ha llegado a limitar el acceso a páginas como Youtube, sino que el Gobierno sigue empeñado en instalar un filtro para todos los usuarios, al estilo chino. El proceso por el supuesto intento golpista Ergenkon ha derivado en caza de brujas entre militares, hombres de negocios y personalidades críticas. Ha vuelto la violencia al conflicto kurdo, con un centenar de muertos. El AKP revalidó en julio su mayoría tras una campaña sucia y tensa, aunque no consiguió escaños suficientes para poder reformar la Constitución. Erdogan y su partido no son islamistas radicales, pero sus credenciales democráticas no están impolutas.

Tampoco pasa por buenos momentos la política de buena vecindad, y no solo a causa de la situación en Siria. Las relaciones con Israel están en el peor punto en años. En menos de un mes, Erdogan amenazó con utilizar su marina para proteger a los barcos con ayuda humanitaria a Gaza y para defender a los barcos que efectúen prospecciones de gas en el mar al norte de Chipre, a la par que se reactiva el conflicto con Grecia sobre la soberanía territorial en el Mediterráneo occidental. De cero problemas con los vecinos se ha pasado a una retórica inflamatoria. Con las negociaciones con la UE estancadas (y Chipre presidirá la UE a partir de julio 2012), la pérdida de aliados y las turbulencias en Oriente Próximo, el ascenso de Turquía a potencia regional no se hará sin fricciones.

El proceso de adhesión a la UE está, en buena medida, en la base de los éxitos turcos, tanto en reforma política como en economía (dos tercios de la inversión extranjera provienen de la UE). Por eso sería un error que el gobierno del AKP, embriagado por los elogios de los que presentan a Turquía como modelo y por el éxito económico, girase la espalda a Europa y, sobre todo, a las reformas para centrarse en aventuras inciertas en Oriente Próximo, el Cáucaso y Asia Central. La Europa ensimismada y en crisis, con líderes empeñados en rechazar a Turquía, no parece ahora mismo la máxima aspiración para este país en ascenso. Pero el atractivo del modelo turco, su validez no solo para el mundo árabe sino para Estados como Azerbaiyán o Pakistán, viene precisamente de su acercamiento al modelo europeo. Si los avances democráticos se revierten, Turquía aparecerá, cada vez más, como una potencia regional ávida de poder y de negocios, una versión musulmana de la vecina Rusia de Putin.

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