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Columna
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Cuando China se despereza

Dicen que Napoleón dijo que cuando China se despertara grandes sucesos habría. Bueno, eso ya ocurrió hace 30 años en un cónclave del Partido Comunista, en el que Deng Xiaoping dio por liquidado el marxismo-maoísmo. Por estas fechas de diciembre de 1978 quedó consagrada una misión, la de convertir a China de nuevo en un imperio, pero sin un proyecto definido, o mejor, con más de uno en concurrencia. Hoy, después de los treinta años gloriosos, en los que su economía ha crecido a cerca del 10% anual, el imperio del centro todavía se está desperezando, con lo que esto no ha hecho más que empezar, aunque lo del proyecto puede que esté ya algo más claro.

El presunto axioma de que el desarrollo capitalista, con la formación del mercado y una clase central o clase media que exige el reconocimiento paralelo de derechos políticos, conduce a la democracia, no parece demostrarse en el caso de China. Cuando en 1989 comenzó a cristalizar la protesta política en el muro de la democracia, plaza de Tiananmen de Pekín, lo hacía con un carácter mucho más intelectual -universitarios, artistas, escritores- que directamente popular, pero podía haber sido el movimiento precursor de una democratización a la occidental. El poder intervino, sin embargo, tras unas semanas de vacilación, el 4 de junio de ese año, barriendo a sangre y fuego -unos cientos de manifestantes muertos- lo que consideraba una sublevación contra la dictadura, formalmente comunista. Pero la represión no fue el preludio de una marcha atrás en las reformas económicas, sino, al contrario, la condición necesaria para llevar a cabo sin problemas esa transición a un sistema capitalista, pero siempre fuertemente autoritario.

La represión de Tiananmen no fue una marcha atrás en las reformas económicas

Pekín estaba rechazando, así, tanto el desarrollo democrático occidental, como el abotargamiento en una dictadura clásica que negara todo pluralismo de carácter limitado. Y a casi dos décadas de ese viraje, China parece estar elaborando hoy su propio modelo de gobernación. El investigador británico Mark Leonard, en un libro tan sugestivo como brillantemente empaquetado (¿Qué piensa China?, Icària-Política Exterior, 2008) califica ese modelo de dictadura deliberativa, aquella en la que los gobernantes, siempre co-optados dentro del partido, basan su toma de decisiones en una amplia gama de consejos de expertos, haciendo mucho más hincapié en el aspecto técnico que en el ideológico de las cosas. Por eso podría llamarse también dictadura por consenso. El sistema iraní, con un cierto pluralismo dentro del islamismo republicano, o la Venezuela de Chávez con su democracia en miniatura, podrían ser casos parecidos.

Y esa línea de trabajo convierte a China en una seria competidora ante todo ese vasto segmento del mundo que, más o menos adquirido a alguno de los ritos formales de la democracia como son las elecciones periódicas, no se ha decantado todavía por la plena asunción del sistema occidental, lo que afecta a casi todo África, no poca Asia, y alguna América Latina. Estamos ante la ley de la oferta y la demanda para la gobernación, y el politólogo, también británico, Timothy Garton-Ash, está seguramente en lo cierto cuando afirma que hay que desear suerte al coloso chino en esa búsqueda de su propia respuesta a las demandas del siglo XXI, así como dar la bienvenida a semejante competición ideológica, porque "si China da con otro sistema que de forma duradera satisfaga las aspiraciones de su pueblo, lo saludaremos con admiración y respeto; pero si no, todos sufriremos las consecuencias". O sea que estamos en peligro.

Hay buenas razones, sin embargo, para creer que China no se equivoca en su recelo de la democracia occidental. En los años 30 del pasado siglo el país vivió una tentativa de occidentalización consistente en una progresiva adaptación del idioma oficial, el mandarín, escrito básicamente en pictogramas, al alfabeto fonético latino, a la que puso fin despavorido Chiang Kai-shek, porque al transcribirse la lengua china realmente hablada se descubría que las diferentes formas regionales del idioma eran ininteligibles entre sí, con la implicación de que lo chino fuera sólo una superestructura. Por ello, ese modelo habrá de proseguir por encima de todo una mandarinización lingüística de China, larga y difícil. Tan grande es la revolución en China y de China, que si ese modelo funciona habrá enterrado sin apelación la tan controvertida idea del fin de la historia de Fukuyama porque, liquidada la alternativa marxista-leninista -o maoísta-, no queda únicamente la democracia occidental como modelo de gobernación universal, sino que Pekín también tiene la palabra.

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