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Columna
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Colbert en las nieves

Lluís Bassets

Un Estado que al final es el que lo ha hecho todo: la nación, la ciudadanía, la igualdad, la libertad incluso, el camino de la unidad europea por supuesto. Y que ahora deberá ir más lejos todavía hasta reparar el sistema capitalista. No es un invento socialista, ni una quimera de izquierdas. Tampoco es una ocurrencia reciente ni obra de la imaginación posmoderna. Es anterior a la división del mundo político en dos hemisferios, y obra del intendente del rey de Francia, Jean-Baptiste Colbert (1619-1693), auténtico creador de la idea francesa del Estado. En la época de la globalización triunfante, el colbertismo tenía que andar de tapadillo. Cuando se produce la avería, en cambio, es la hora de una nueva oportunidad, su oportunidad, para reparar el capitalismo y organizar la nueva gobernanza mundial.

En Davos se observa lo mismo que sucedió en Copenhague: suben China, India y Brasil y baja Europa

Éste es el fondo del discurso de apertura del Foro Económico Mundial, pronunciado ayer por Nicolas Sarkozy en Davos. El primero que pronuncia un presidente francés en ejercicio en esta reunión anual que simboliza mejor que cualquier otra institución las virtudes y los vicios de la globalización (en francés, la mundialización). Si Obama defiende la guerra justa al recibir el Premio Nobel de la Paz, Sarkozy condena la libertad de comercio, el capitalismo financiero y la ingeniería contable en el lugar donde se reúnen los más conspicuos defensores de todo este conjunto de ideas. Y les dice, sin embudos, y con todo el énfasis teatral que caracteriza sus discursos, que para salvar el capitalismo hay que refundarlo y moralizarlo.

Davos es una bolsa del poder. No un bolsín cualquiera, sino probablemente uno de los parqués más fiables sobre cómo se va distribuyendo mundialmente en todas sus facetas, económicas, políticas, morales incluso. Y al final, las cotizaciones no engañan. Sube lo que vale y baja lo que no. Baja Europa; suben China, India y Brasil; mientras se estanca y vacila Estados Unidos, la superpotencia en transición desde su pasada soledad en el mundo unipolar hasta la competencia y el barullo de este nuevo mundo multipolar. Baja también la Unión Europea, y de qué manera, y sube el G-20. Los nuevos altos cargos europeos, el belga Van Rompuy y la británica Ashton, no han querido utilizar el foro para proyectar algo de su escasa imagen pública, una ausencia que también funciona en el discurso de Sarkozy, donde Europa y sus instituciones no han merecido mención alguna; y aparece en cambio el G-20 como el auténtico logro del último año y esbozo de un mundo finalmente gobernado.

El colbertismo de Sarkozy no es de nueva adquisición, por supuesto. Cabe pensar incluso que está inscrito en el ADN de los políticos franceses. Pero en su fase anterior, antes de la crisis, el brioso presidente de la República parecía más un émulo de Margaret Thatcher, dispuesto a recortar el sector público y reducir el Estado, que un continuador del estatismo inventado por los borbones franceses. Ahora, además, trasciende incluso sus propósitos ideológicos. Francia presidirá en 2011 el G-8 y el G-20, y con tal ocasión echará el resto para intentar aplicar las ideas que su presidente expuso ayer en Davos, incluida la reforma del sistema monetario internacional en un nuevo Breton Woods. ¿Para qué quiere entonces Sarkozy a la Unión Europea, si Francia puede jugar directamente como la potencia reformadora que salvará el capitalismo el próximo año?

En Copenhague ya se pudo ver, en la Cumbre del Clima, hace escasas semanas, lo que se está viendo en Davos estos días: la dualidad entre China y Estados Unidos, expresada no sólo en la disputa de Pekín con Google, sino en la gravedad de las guerras cibernéticas que se vislumbran en el horizonte; el ascenso de los imparables a los que antes llamábamos emergentes; esa Europa que se encoge como piel de zapa y se ausenta; y luego el capítulo de los desaparecidos, países que fueron protagonistas en días muy recientes y que de pronto han caído fuera de la visión del radar o sencillamente han preferido ausentarse. Es el caso de Israel y Turquía, que anduvieron a la greña hace un año y desde entonces no han hecho más que distanciarse. Del antaño boyante Dubai, deprimido por su burbuja. O de los pecos, países de Europa central y oriental, sumidos en el provincianismo.

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Sarkozy sube la apuesta porque conoce la correlación de debilidades europeas. Los europeos tenemos más sillas que nadie en las instituciones internacionales, pero contamos y contaremos cada vez menos. No es difícil aventurar que el desequilibrio entre una voluntad de poder tan escasa y un número excesivo de sillas en las mesas mundiales terminará resolviéndose en el peor sentido para Europa. Y Francia no quiere salir perdedora del envite o pretende, como mínimo, salvar los muebles.

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Sobre la firma

Lluís Bassets
Escribe en EL PAÍS columnas y análisis sobre política, especialmente internacional. Ha escrito, entre otros, ‘El año de la Revolución' (Taurus), sobre las revueltas árabes, ‘La gran vergüenza. Ascenso y caída del mito de Jordi Pujol’ (Península) y un dietario pandémico y confinado con el título de ‘Les ciutats interiors’ (Galaxia Gutemberg).

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