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VI Cumbre UE-Latinoamérica
Columna
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Cumbre, sí, pero no cima

La UE y América Latina y el Caribe han estado de cumbre en Madrid, y de ella se anuncian excelentes resultados, especialmente por la reanudación de conversaciones entre Europa y Mercosur. Así debe de ser, pero a condición de hacer las acotaciones pertinentes. Se ha dicho que la UE y América Latina no saben lo que quieren la una de la otra, a lo que habría que añadir que la una padece de existencia institucional insuficiente y la otra aún está por pensar. Lo que hay, por ello, entre el Viejo Continente y el Nuevo Mundo, es un haz de relaciones bilaterales en niveles muy diferentes que aprovechan las cumbres como momentos de diálogo, pero raramente comprometen a la Unión en su conjunto, y jamás a una América Latina que aún se busca el alma.

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Como dijo el ex presidente colombiano Ernesto Samper en un reciente encuentro euro-americano en Comillas, "América Latina pasa por una guerra fría de baja intensidad". Y ese conflicto se desarrolla en capas concéntricas. En la superestructura se libra una pugna por la hegemonía. Los presidentes Lula de Brasil y Chávez de Venezuela optan a la dirección de Iberoamérica, de forma blanda en el caso de Brasilia, y con glotonería izquierdizante en el de Caracas. La presidencia brasileña se conformaría con que América Latina mostrara una faz mínimamente unificada ante el exterior, que actuara como un bloque bajo su propia coordinación, del que le cabría esperar hoy, por ejemplo, apoyo en su mediación en el conflicto de Occidente con Irán. Y Hugo Chávez pretende que por la vía de su cruda generosidad se produzca un progresivo alineamiento en las posiciones de la izquierda bolivariana. Es el juego que salió mal con el golpe de Honduras, pero la partida sigue como muestra el exitoso veto del chavismo a la presencia del presidente hondureño, Porfirio Lobo, en la cumbre.

De manera más difusa, camino del sial de esta guerra fría, se halla el forcejeo entre Iglesias. La penetración neo-pentecostalista en México y América Central, y de ahí hasta el Cono Sur, se opone con su acción despolitizadora de los estratos de población más humildes a toda hegemonía, tácita o expresa, en la medida en que favorece un statu quo que, pese a las distracciones de Washington en Asia central, solo puede acabar por ser pro-norteamericano. Es la que se ha llamado revancha de Dios por las posiciones ultra-conservadoras del Vaticano en las últimas décadas.

En México, esa guerra duda si mantenerse en la baja intensidad, embarrada en la ofensiva contra el narcotráfico, y, pese a los esfuerzos del presidente Calderón por no perderle la cara a sus países hermanos, aleja a la primera potencia de lengua española de su concierto natural, en el que podría afianzar pero también limitar el sobrevuelo brasileño de Iberoamérica.

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Y en el centro mismo aparece la revolución boliviana que debe decidir si el país indígena e hispánico va a seguir formando parte de Occidente. El ex presidente boliviano Carlos Mesa ha escrito en la nueva publicación latinoamericana Escenarios que es urgente "una relectura de la palabra mestizaje", no solo de etnias, sino también de civilizaciones, con lo que se enfrenta a la síntesis que propugna el propio Evo Morales. Mesa identifica en la nueva constitución de la Bolivia plurinacional el meollo de ese esfuerzo: "Hay una doble línea, la primera de negación de valores universales como si fueran imposiciones de la cultura occidental, y -contradictoriamente- la segunda que intenta ensamblar visiones propias del pasado indígena pre-hispánico con elementos que se reconocen ya como parte integral del acervo de la humanidad"; y a ello añade que la distinción como fundamento de la ciudadanía que hace la Carta entre "pueblos originarios" y "no originarios" -habida cuenta de que Adán y Eva fueron los únicos originarios- desequilibra en favor del indigenato cualquier pretensión de refundación democrática del país.

Esas son algunas líneas de fractura de esa guerra fría que hace tan prolija la relación con Europa. Y por ahí se explica también la ausencia de Hugo Chávez, que no ha querido vestir una cumbre en la que no veía nada a ganar y de la que solo podía beneficiarse su rival brasileño. El 60% del electorado latinoamericano tiene entre 18 y 25 años, y por eso el futuro de esa parte del mundo se debatirá en la próxima década, cuando millones de ciudadanos, originarios o por originar, decidan qué es lo que quieren ser de mayores.

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