_
_
_
_
_
La carrera hacia la Casa Blanca
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Cura de agua

Lluís Bassets

Desconocen el miedo de entrar en combate porque no han hecho el servicio militar. No han visto a un terrorista ni de lejos, ni en libertad ni detenido. Lo suyo no es la vida sino el gabinete, la especulación, la burocracia. Poseen ideas (valores les llaman) de pedernal, fraguadas en oscuros seminarios universitarios y grupos de oración y estudio de la Biblia. Aunque son civiles, son más belicosos que cualquier militar. Y aunque actúan sin rebozo, tienen menos escrúpulos que los policías y agentes secretos. Quien les dé por vencidos deberá ir con cuidado, pues su capacidad de reacción es temible. El diseño que habían hecho del mundo en el que nos adentramos en este siglo XXI se ha desmoronado, pero poseen todavía un buen caudal de energías, influencia y voluntad de poder. Mantendrán sus posiciones mientras su adalid, el presidente George W. Bush, siga en la Casa Blanca, hasta el 20 de enero de 2009. Y antes intentarán dirigir el curso de las elecciones para que salga el candidato republicano, John McCain, que sin ser de los suyos es el único que les permite mantener posiciones en el Tribunal Supremo, donde se dirimen los principales conflictos ideológicos que dividen a la sociedad norteamericana, como la pena de muerte, el derecho al aborto y la discriminación positiva a favor de las minorías.

Con el veto a la prohibición de la tortura, Bush reivindica sus poderes excepcionales
Más información
El racismo y el machismo ensucian la campaña
Amnistía retrata la tortura del 'waterboarding'

Si alguien puede servir de ejemplo de lo que ellos no son, de su contrafigura, éste es el almirante William Fallon, que acaba de dimitir como jefe del Comando Central del Ejército norteamericano, encargado de África Oriental, Oriente Próximo y Asia central, es decir, todas las regiones del planeta donde hay conflictos armados y donde Estados Unidos está librando dos guerras a la vez, en Irak y en Afganistán. El secretario de Defensa, Bill Gates, ha señalado, con motivo de su partida, que este militar de 63 años es uno de los mejores estrategas del mundo. Ha sido, al parecer, la publicación de un reportaje en la revista Esquire el detonante de la crisis que ha conducido a una dimisión que cabe achacar a más motivos que las meras divergencias con otros mandos militares. Ahí se puede comprobar que, efectivamente, el almirante Fallon se opone a que Estados Unidos vaya a la guerra contra Irán, prefiere evitar todo lenguaje belicista y amenazador en relación con Teherán, quiere que su país empiece a reducir el número de sus soldados en Irak y apuesta por olvidarse de la idea de una guerra larga contra el terrorismo porque cree que ni la Guerra Global contra el Terror de George Bush es en realidad una guerra ni la victoria final es militar sino económica.

Todavía hay un punto candente que separa a los militares norteamericanos de su contrafigura civil que son, aclarémoslo de una vez, los neocons. Se trata del debate sobre la legitimidad de la tortura, una cuestión política y moral que ha castigado y desgastado la presidencia de Bush hasta convertirse en la primera y más genuina victoria obtenida por los terroristas. El propio McCain es quien mejor representa la posición de los militares ante esta cuestión: si admitimos que podemos torturar a nuestros prisioneros estamos dando carta blanca a nuestros enemigos para que torturen a los soldados nuestros que caigan en sus manos. El resultado de la discusión ha sido bien claro: los últimos reglamentos militares prohíben la tortura, incluido el famoso waterboarding, identificado como el tormento o cura de agua, terapeútica de siniestra ironía que tiene su origen en la Inquisición, y que fue adoptada hace cien años por el ejército norteamericano en Filipinas, adonde llegó de la mano de los españoles.

Pero esos apóstoles de la claridad moral y de la expansión de la democracia y de los derechos humanos en el mundo han conseguido salvar un reducto para la tortura: ya que no pueden aplicarla los militares, dejemos que sean los agentes secretos de la Agencia Central de Inteligencia quienes cuenten con autorización, no ya para la cura de agua, sino para interrogar a los sospechosos de terrorismo a placer, sin interferencia alguna. El presidente acaba de vetar la legislación pasada en el Congreso que pretendía aplicar a la CIA las mismas prohibiciones que recogen los manuales militares, y ha acompañado su gesto de prolijas explicaciones sobre la eficacia de estos métodos en la prevención de atentados. En este veto, que McCain ha apoyado, puede leerse a contraluz el legado neocon de un presidente que reivindica poderes excepcionales para combatir el terror, con el derecho a disponer de la libertad y de las vidas de los ciudadanos como en los tiempos antiguos en que la Inquisición inventaba la cura del agua.

Únete a EL PAÍS para seguir toda la actualidad y leer sin límites.
Suscríbete

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Sobre la firma

Lluís Bassets
Escribe en EL PAÍS columnas y análisis sobre política, especialmente internacional. Ha escrito, entre otros, ‘El año de la Revolución' (Taurus), sobre las revueltas árabes, ‘La gran vergüenza. Ascenso y caída del mito de Jordi Pujol’ (Península) y un dietario pandémico y confinado con el título de ‘Les ciutats interiors’ (Galaxia Gutemberg).

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_