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Columna
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Demasiado grande para quebrar

Francisco G. Basterra

¿Está en peligro la relación bilateral más importante del siglo XXI porque un monje budista de 74 años sonriente y sereno, envuelto en una túnica azafrán y granate, sea recibido en la Casa Blanca por Obama? El presidente de Estados Unidos, consciente de la sensibilidad de China ante cualquier reconocimiento político del Dalai Lama, ni siquiera se atrevió a sentarle en el Despacho Oval, haciéndolo en la Sala de Mapas, para restarle oficialidad al encuentro. El líder político y espiritual de Tíbet fue empujado al exterior nevado por una puerta trasera donde se acumulan las bolsas de basura. Una actitud política algo vergonzante para no irritar al gigante asiático, que hace tiempo que ha despertado planteando con su emergencia un cambio estratégico que Estados Unidos no sabe aún cómo digerir. Como era previsible, Pekín ha reaccionado con disgusto diplomático a lo ocurrido. La prueba del algodón para ver si el enfado tiene consecuencias se hará con Irán, donde Washington necesita la complicidad china para detener a los ayatolás atómicos. Hace sólo unos meses, Estados Unidos ofrecía a China una asociación estratégica, política y económica, para resolver los grandes problemas globales. Hizo fortuna la idea de un condominio o G-2 entre las dos naciones. Pero muy pronto la realidad arruinó los titulares periodísticos.

Los intereses de las dos potencias están tan interconectados que un divorcio parece difícil

La nula receptividad china a las peticiones norteamericanas de que aprecie su moneda; la guerra con Google, censurado y pirateado por los chinos; el choque en la cumbre del clima en Copenhague, donde Obama se sintió ninguneado por un viceministro de Pekín, mientras que a su vez los chinos estimaron que Washington le había tendido una emboscada; la venta de armas norteamericanas a Taiwan. Y ahora, "el lobo envuelto en un hábito", como ha sido descrito por los comunistas chinos el Dalai Lama, nacido Tenzin Gyatso, recibido en Washington. La gota que colmaría el vaso. Un personaje que fascina al Occidente materialista por su espiritualidad, "un santo laico, un dios políticamente correcto para un mundo sin Dios", según uno de sus biógrafos. Una acumulación de roces que, aunque se dice que el roce acaba generando el cariño, podría hacer pensar en un descarrilamiento de las relaciones entre los dos gigantes. Las apariencias engañan y ni Taiwan, ni Tíbet, tienen el potencial de romper la relación entre los dos países que, en palabras de Obama, "definirá el destino del siglo XXI". La explicación la proporcionó Wall Street con motivo de la gran recesión: había bancos, aseguradoras y fabricantes de automóviles que eran too big to fail, demasiado grandes para caer, y fueron rescatados-nacionalizados por el Estado federal. Lo mismo ocurre con Chimérica, es una relación que por su tamaño no puede quebrar. Los intereses de EE UU y China están tan interconectados que un divorcio parece muy difícil. Pekín necesita el mercado norteamericano y Washington y el dólar precisan que China siga comprando masivamente la deuda del Tesoro estadounidense.

China entra en su tercera década de crecimiento por encima del 10% anual, con su autoestima muy reforzada por haber capeado la crisis económica mundial casi incólume. Siente reivindicado su peculiar sistema de economía capitalista de Estado autoritario y, en lo político, de partido único. Su espectacular ascenso mundial, juega ya en todos los continentes, y el éxito económico explican el auge del nacionalismo chino. Surge a la vez una opinión pública joven y nueva en Internet, más de 300 millones de internautas, que por primera vez presionan al poder para que se muestre firme internacionalmente, sobre todo frente a EE UU. Se escuchan en la Red voces en este sentido: "Estados Unidos maltrató a China en el pasado; ahora nos toca a nosotros".

Jeffrey E. Carter, profesor de Yale y funcionario en varias presidencias norteamericanas, estima en su blog en el Daily Beast que Washington se está equivocando con China. Está tratando de influenciar a Pekín como si tuviera, por sí sola, el poder para hacerlo. Esto fue muy evidente en el fracaso de Copenhague. Debiera de aplicar una orientación más multilateral, que incluyera a Europa, ensimismada en su tejer interno. Washington debe considerar que tras provocar la crisis exportándola al mundo, su sistema financiero y su filosofía económica no son un gran ejemplo. EE UU no puede ordenarle nada a China. El dragón asiático ya ha acabado su fase de asomarse al mundo y, al hacerlo, ya lo está cambiando. Son dos grandes países competidores condenados a entenderse, pero cada uno en pie de igualdad. China acaba de entrar en el año nuevo del Tigre, que suelen ser turbulentos. Y la tradición se cumple, según recuerda David Shambaugh en el Financial Times.

fgbasterra@gmail.com

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