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Tribuna:La carrera hacia la Casa Blanca
Tribuna
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Duelo bajo el sol

Lluís Bassets

Poca cosa quedaba de la campaña de John McCain esta madrugada, antes de empezar el tercer y último debate con Barack Obama. Era uno de los últimos envites, a 20 días de la jornada electoral, después de un recorrido lleno de quiebros, cambios en su equipo de campaña y una metamorfosis personal que le ha llevado a abandonar su moderación y la imagen de independencia para convertirse en un candidato hosco y negativo, más dedicado a la destrucción del adversario que a la exposición de un programa político. Este hombre se ha labrado una justa fama de luchador empedernido, incapaz de tirar la toalla y siempre dispuesto al milagro y a la resurrección. Si nada saca del debate de esta madrugada, le quedará todavía la sorpresa de octubre, ese acontecimiento imprevisible y normalmente inquietante, leyenda urbana de las elecciones norteamericanas, capaz de invertir la marcha de las cosas hasta colocar al que va retrasado en cabeza. No es lo que cabe esperar en esta carrera electoral, sobre todo cuando la horquilla que separa a Obama de McCain sigue ensanchándose y este último va agotando sin efectos los proyectiles más letales de su campaña.

Ahora se trata sólo de elegir a un presidente nuevo para un tiempo radicalmente nuevo
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Sarah Palin, que insufló esperanzas en los decaídos ánimos de los republicanos, se ha convertido en un lastre más, que provoca rechazo entre el electorado femenino y desactiva las bazas del candidato republicano como comandante en jefe, experto en política exterior y maverick o jugador por libre en el republicanismo. Los ocho años del peso muerto que es la presidencia de George Bush se han revirado todavía más en este último tramo de campaña, cuando la Casa Blanca ha moderado sus posiciones y ha girado hacia el multilateralismo, dejando a McCain en el rincón derecho del ring; y para mayor ironía, el equipo radical y neocon de Bush se ha hecho con la dirección de la campaña republicana.

El cogollo de la campaña radicalizada de McCain consistía en convertir las elecciones en un referéndum sobre Obama. Se trataba de proponer a los electores que decidieran si se puede elegir a una persona con su perfil en contraste con la normalidad de McCain y el acendrado patriotismo que denota su biografía y sus heroicidades bélicas. El referéndum debía ser campo abonado para cosechar votos de las actitudes xenófobas y racistas. La campaña de Obama giraba a su vez alrededor del referéndum sobre Bush: McCain significaba una reiteración republicana y en consecuencia un premio a los errores, la ineptitud e incluso la malicia de la actual presidencia. Pero la crisis financiera lo ha trastocado todo y ahora se trata sólo, que ya es mucho, de elegir a un presidente nuevo para un tiempo radicalmente nuevo.

La incidencia de los debates en la opinión y en la decisión de voto pertenece más al nebuloso territorio de las historietas y chismorreos electorales que a la ciencia política. Lo mismo sucede con la puntuación sobre el resultado de estas contiendas, en las que la metáfora deportiva, con árbitros que califican según los golpes de cada luchador, actúa bajo el influjo directo de las simpatías y preferencias. La actual carrera presidencial, además, dibuja una trayectoria muy nítida, por lo que sería muy raro que un argumento, una actitud o un gesto espectacular cuajado en 90 minutos de debate valieran por el curso entero de unas campañas costosísimas y complejas.

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Hasta ahora, los debates no han ofrecido sorpresa alguna en el contraste visual entre Obama y McCain, a pesar de la diferencia de edad y de gestualidad, como la hubo en 1960 en el primer debate de la historia entre un John Kennedy deslumbrante y un Richard Nixon huraño con barba vespertina y ojeras de resfriado. No ha habido tampoco ninguna metedura de pata incomprensible como la del presidente Gerald Ford en 1976, en su debate con Carter, cuando aseguró que "no hay dominación soviética de la Europa del Este y no la habrá bajo una Administración Ford". Para muchos fue decisivo y perdedor el gesto de Bush padre cuando las cámaras captaron cómo miraba entre harto e impaciente el reloj en su debate de 1992 con Bill Clinton y Ross Perot; como habrá ahora quien dé relevancia a la expresión despreciativa de McCain, cuando se refirió a Obama en el segundo debate como "éste de ahí".

Los debates son momentos épicos mayores en una campaña, duelos bajo el sol de los focos entre dos personajes a los que se les pide que tensen todas sus fuerzas y facultades para culminar la larga carrera electoral con un golpe que tumbe al adversario. Esto no suele suceder, pero reúnen más espectadores que cualquier otro acto o elemento de la campaña. Y aunque no aporten novedad ni nada decidan, rinden un buen servicio a la democracia, porque los ciudadanos conocen mejor a aquellos a los que votan y pueden tomar nota de sus argumentos y promesas. Para después pedirles cuentas y actuar en consecuencia.

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Sobre la firma

Lluís Bassets
Escribe en EL PAÍS columnas y análisis sobre política, especialmente internacional. Ha escrito, entre otros, ‘El año de la Revolución' (Taurus), sobre las revueltas árabes, ‘La gran vergüenza. Ascenso y caída del mito de Jordi Pujol’ (Península) y un dietario pandémico y confinado con el título de ‘Les ciutats interiors’ (Galaxia Gutemberg).

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