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El 'relojero' del holocausto

"Según me fue ordenado...", "de acuerdo con lo que me había sido encomendado...", "en conformidad con lo decidido por la superioridad...". Estos tres latiguillos son, sin duda, el leitmotiv de esas memorias escritas por Adolf Karl Eichmann, ese relojero minucioso del holocausto, en una prisión de Israel en los meses que transcurrieron desde su secuestro en Argentina hasta su juicio y la ejecución de la pena de muerte impuesta. Por la soga. Ahora, este gran organizador de la maquinaria de muerte más sofisticada nunca habida vuelve con su palabra escrita, aunque en parte censurada por él mismo o por las autoridades israelíes. Pero lo legible en estas casi 600 páginas hechas públicas por Israel esta semana es auténtico. Hiela la sangre no ya lo descrito, sino la forma, ese velo que apenas oculta no ya la trivialización del crimen, sino la incapacidad del luto del que hablaba el psicoanalista Alexander Mitscherlich cuando analizaba motivación y consecuencias del exterminio del judío europeo.Eichmann cumplía órdenes. En el sentido más estricto. Ahí no miente en estas memorias que este iluso creía poder publicar aún vivo y ver los ejemplares encuadernados y dedicados a amigos y parientes. El Dr. Servatius, su abogado defensor en el juicio en Israel, iba a ser su agente literario. No funcionó aquella aventura literaria. Eichmann murió ahorcado en Tel Aviv sin verse agasajado por una autobiografía exculpatoria, pero muy reveladora de los entresijos del alma de uno de los mayores verdugos de la historia, siempre pulcro, que sólo una vez tuvo que limpiarse el abrigo de restos del cerebro de un niño judío ejecutado "cuando él se apresuraba a impedir su muerte". Su jefe de campo le pasó una gamuza por el elegante abrigo. Después se fueron a beber vino.

Si el lector se pudiera abstraer de la identidad del personaje, sus largas peroratas sobre su juventud simpática y burguesa en Linz, ciudad austriaca a la que había llegado con su familia desde su natal Solingen, en Alemania, resultarían patéticas o inofensivamente cursis. Era un chico sociable Adolf Eichmann en la Austria alta, donde su padre trabajaba como funcionario de los ferrocarriles. Se trataba con todo el mundo y ya muy pronto conoció a Alois Kaltenbrunner, que fuera más tarde jefe de la Gestapo en Viena y uno de los verdugos más sanguinarios del régimen. Kaltenbrunner sí era un fanático, según dicen las crónicas. Eichmann, no. Nunca había tenido motivo ni razón para odiar a los judíos, ni a los gitanos, ni a los homosexuales, ni a los polacos. No era un ideólogo. "Apenas leía en mi juventud", reconoce en un momento. La intoxicación ideológica, procedente más del entorno que de fuentes intelectuales, apenas era una fina capa de barniz que le permitía seguir con seguridad su carrera administrativa dentro del Departamento Principal de Seguridad del Reich. Eichmann cumplía órdenes y de eso se trataba, de fiabilidad, efectividad, bajo coste y perfecta distribución de recursos. Lo demás daba igual. Judíos, tornillos, cerdos o gases letales tenían que llegar a su hora a su sitio al menor coste. Auschwitz "fue una extensión rutinaria del moderno sistema de fábricas. En lugar de producir mercancías, la materia prima eran seres humanos, y el producto final, la muerte; tantas unidades al día consignadas cuidadosamente en las tablas de producción del director", según escribió en su día Feingold en El carácter único del holocausto.

Claves de conducta

Así se leen estas memorias, que, por supuesto, mienten en defensa propia, lo que es legítimo, pero revelan muchas de las claves de conducta de quienes hicieron realmente posible el holocausto. Dice en su imprescindible libro Modernidad y holocausto Zygmunt Baumann que "el aumento de la distancia física y psíquica entre el acto y sus consecuencias tiene mayores efectos que la suspensión de las inhibiciones morales: invalida el significado moral del acto y, por lo tanto, anula todo conflicto entre las normas personales de decencia moral y la inmoralidad de las consecuencias sociales del acto".

Eichmann habla en sus memorias sobre el Plan Madagascar, el proyecto de enviar a todos los judíos alemanes a aquella colonia francesa una vez tomada París como la operación humanitaria por excelencia. Y echa la culpa de que todo se "desviase" a que la dinámica de la guerra y algunos obcecados como Ribbentrop, Himmler o el propio Hitler se inclinaran hacia soluciones más económicas que el viaje en barco al sur de África, es decir, hacia los relativamente baratos viajes en tren de ganado o mercancías hasta los campos de exterminio en el sur de Polonia.

"Yo no quería, pero las circunstancias y mis jefes me lo ordenaron y yo soy lo que soy, un funcionario obediente. Hubiera preferido otro destino cuyas consecuencias no me hubieran traído a juicio aquí. Pero la obediencia es sagrada". Ésta era la estrategia de defensa de Eichmann en sus intentos por evitar la pena de muerte ante el tribunal en Tel Aviv.

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Son una de las constantes en la redacción de estas memorias, que son un alegato edulcorado con sensibilidades forzadas. Igual que lo son, de una forma tan sorprendente y escalofriante, las continuas faltas de ortografía de este por lo demás tan exacto y pusilánime ejecutor. Esto vuelve a reforzar la terrible incógnita de cómo gentes como Eichmann, Himmler o Kaltenbrunner lograron hacerse con la mayoría de voluntades en el país de Thomas Mann o Novalis. La redacción de estos escritos es propia de un funcionario de tercer orden en las líneas de tranvía de una ciudad de provincia alemana de entreguerras, de su sector más iletrado.

Sin embargo, proceden de un hombre al que se le encomendó "solucionar la cuestión judía en Alemania", un país que por medio de las vertiginosas conquistas de su Ejército cada vez era más grande. Las decenas de miles de judíos para deportar al otro hemisferio se convirtieron pronto en millones, por Polonia y Holanda, por Ucrania, Bélgica y Francia e Italia. Por todas partes aparecían judíos en los territorios ocupados y él, pobre funcionario acosado por los deberes y el trabajo, Eichmann, tenía que hacerlos desaparecer, según sus intenciones, dicen las memorias, por las buenas; por las peores, por el genocidio, demuestra la historia.

Las memorias han sido hechas públicas ahora, casi 40 años después del juicio y la horca a Eichmann, por un motivo relativamente trivial. Una profesora norteamericana, Deborah Lipstadt, mantiene un juicio en Londres con el conocido historiador revisionista de simpatías neonazis que es David Irving, al que acusa de intentar negar la existencia de los hornos crematorios y los campos de exterminio. La profesora Lipstadt tiene demasiadas pruebas, peor aún, demasiadas pruebas vivas que saben que Irving miente.

Eichmann en ningún momento niega el exterminio y la cremación de millones de seres humanos ni su participación, obediente y disciplinada, en el mecanismo que hizo esto posible. Cuando relata fríamente los crímenes que para él son en realidad un esfuerzo suplementario en su trabajo para garantizar la puntualidad de los trenes con destino a la cámara de gas que él organizaba con pedantería, demuestra Eichmann la terrorífica lucidez de Max Weber o Hannah Ahrendt cuando hablan de la desvinculación total en este asesinato tan siniestramente moderno entre verdugo y víctima. "El holocausto no fue un escape irracional de los residuos no erradicados de la barbarie premoderna. Fue un inquilino legítimo de la casa de la modernidad, un inquilino que no habría estado cómodo en ninguna otra casa. Nunca el holocausto entra en conflicto con los principios de la racionalidad", dice Baumann.

También, entre sus intentos de echar toda la culpa de lo sucedido a los demás, como ya hicieron sus colegas del crimen en Núremberg en 1945, Eichmann da fuerza a lo que se ha dado en llamar la escuela funcionalista en relación con el holocausto y en contraposición a los intencionalistas. Estos últimos, entre los que hay mucho historiador joven anglosajón, piensan que desde un principio en 1933 había en Alemania un Gobierno con las cámaras de gas diseñadas. Esto es sobreestimar a la banda de rufianes que, con su cóctel ideológico de igualitarismo, racismo y expansionismo, así como la inestimable colaboración de la cobardía histórica de muchos segmentos clave en la sociedad alemana, hicieron posible este inmenso fracaso de la civilización y la quiebra total de la piedad.

Eichmann, en Tel Aviv, luchando contra una pena de muerte que no pudo evitar, se dedicó a escribir y escribir, incluso a divagar con ensoñaciones de niñez. Pero nada suena a luto. Son 600 páginas estas memorias que dejan a uno convencido de que Eichmann habría tenido un inmenso disgusto con un desajuste de horarios, quizás eso le habría hecho recapacitar que más allá de la obediencia podría estar lo que Hannah Ahrendt llama "la piedad animal que sienten todos los hombres normales en presencia del sufrimiento físico". Eichmann era normal. Es lo que más ha de aterrorizarnos.

Las cuentas del crimen

Zygmunt Baumann y Hannah Ahrendt explican muy bien la dinámica de escalada del crimen. Y su banalidad. Ante una tarea semejante, "el maestro político es un diletante frente al experto, ante el funcionario cualificado en la administración". Hay un objetivo que conseguir, la desaparición de un cierto territorio de un cuerpo hostil como los judíos eran para los nazis. La forma de hacerlo dependía de las circunstancias, siempre valoradas por los expertos, que calculaban viabilidad y costes.Aquí estaba el reino de Eichmann. Quería en principio mandar a los judíos a Madagascar. Resultaba muy caro y los barcos en guerra tienen otras funciones que servir de crucero para deportados. Después quiso crear un inmenso gueto en Polonia. Pero también allí las autoridades alemanas querían menos judíos, a ser posible ninguno, no más. Así las cosas, el 20 de enero de 1942 se decidió definitivamente que la mejor forma de acabar con los judíos era matarlos a todos. Las cuentas cuadraban. Más barato el Zyklon B, el gas para las famosas duchas de los campos de exterminio, que el gasóleo y los fletes a ningún sitio.

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