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Tribuna
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La herida mexicana

El autor describe en esta primera parte lo que denomina la más reciente "herida mexicana" -que se manifiesta en falta de democracia unida a la falta de desarrollo-, después de haber analizado la noción de nacionalismo y sus expresiones históricas en ese país. El nacionalismo mexicano, o su ausencia, se define en gran medida, agrega, por su vecindad con el nacionalismo norteamericano.

Existe una tendencia generalizada a emplear el término nación como si fuese una palabra antigua, consagrada, indudable. Ello dice mucho sobre la fuerza legitimante de este vocablo y de su derivado, el nacionalismo. Todos los teóricos contemporáneos del tema -lsaiah Berlin, Ernest Gellner, Eric Hobsbawn- nos advierten, sin embargo, que nación y nacionalismo son dos expresiones muy recientes, inexistentes e inconcebibles en el mundo antiguo o en la Edad Media.

Nacionalismo y nación son términos de la modernidad. Aparecen para darle justificación ideológica y legitimación política a ciertas ideas de unidad -territorial, política y cultural- necesarias para la integración de los nuevos Estados europeos surgidos del Renacimiento, la expansión colonial y las guerras de religión. De la necesidad surgió la ideología nacionalista, y de ésta, la nación misma. Ernest Gellner advierte que el nacionalismo hizo a las naciones, y no al revés. El nacionalismo tomó culturas preexistentes y las convirtió en naciones. Es la cultura lo que precede a la nación, y la cultura puede organizarse de muchas maneras: como clan, tribu, familia, sociedad, reino...

"¿Qué es una nación?", se preguntó hace un siglo, en una famosa conferencia en la Sorbona, Ernest Renan. Y contestó: "Es un plebiscito cotidiano". Es decir: es una adhesión día a día a una cierta unidad territorial, política y cultural, una suma de valores que informan, y justifican, las ideas de nación y nacionalismo.

Pero ¿qué es lo que provoca la aparición misma de esas nociones? Émile Durkheim habla de la pérdida de viejos centros de identificación y de adhesión -precisamente los que acabo de mencionar: clan, tribu, familia, etcétera- y de la necesidad imperiosa, cuando esto ocurre, de crear nuevos centros que los sustituyan. Isaiah Berlin añade que todo nacionalismo es respuesta a una herida infligida a la sociedad. En gran medida, el nacionalismo mexicano responde a estas ideas. Nace para sustituir lazos perdidos o imponerse a lazos antiguos que la modernidad considera arcaicos. Nace, en consecuencia, como parte de un proyecto de modernidad, a fin de darle cohesión y velocidad. Y nace, siguiendo a Berlin, para dar respuesta a heridas infligidas a la sociedad.

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Pérdidas

Si aplicamos las ideas de Durkheim y de Berlin a la historia de las sociedades mexicanas, podemos observar varias pérdidas del centro de adhesión. La primera es la del centro de adhesión indígena. Más que de las estructuras políticas aztecas, ésta fue la pérdida del mundo religioso, de la cosmovisión irreparablemente dañada por la conquista española.

La respuesta a esta herida fue asimismo religiosa y cultural más que política. Importaron menos, para crear nuevas identificaciones en la sociedad, las endebles leyes políticas que la nueva adhesión religiosa promovida por la aparición de una cultura cristiana fortalecida por la asimilación sincrética del mundo antiguo mexicano.

La segunda pérdida es la de la falsa nación independiente, prolongación política del colonialismo. Entre 1821 y 1854 subsisten las relaciones socioeconómicas coloniales, pero desprovistas de las justificaciones religiosas. La legitimación sustitutiva -la independencia, la República, la legalidad, la unidad territorial- es despedazada por la victoria norteamericana de 1847. La República de Santa Anna no es capaz de defender la idea de nación exaltada por su siervo, Morelos. El segundo golpe no tarda en llegar: la invasión francesa y el Imperio. Juárez le devuelve el sentido a la nación y al Estado. El liberalismo rechaza, en cambio, la legitimación religiosa. La sustituye por la legitimación política y económica. Ésta se llama la democracia. Identificada con la nación y el Estado, la democracia sería un valor de unidad superior a la diversidad cultural (indígena, española, católica, sincrética, barroca ... ). La experiencia no nos es privativa. En toda la América Latina, la civilización urbana, europea, progresista, legalista y romántica se debía imponer a la barbarie agraria, indígena, negra, ibérica, católica y escolástica. La condición era la libertad política, es decir, la democracia.

Porfirio Díaz quiso darnos civilización sin democracia. A los indios y a los campesinos (pero también a la naciente clase obrera) les dio más barbarie. En cambio, el factor económico de la ecuación liberal fue protegido y desarrollado: progreso sin libertad. El país terminó por rechazar esta fórmula, así como la discriminación cultural que identificaba civilización con Europa, raza blanca, positivismo.

La revolución mexicana fue un intento -el mayor de nuestra historia- de reconocer la totalidad cultural de México, ninguna de cuyas partes era sacrificable. Cuando quiso, por ejemplo, sacrificar la dimensión religiosa, el Estado revolucionario no lo logró. En cambio, con suma habilidad, manejó las formas y los contenidos de la justicia social como promesa gradual, pero también como concreción fehaciente, de una dominación nacional.

Tlatelolco

La más reciente herida mexicana se abrió el 2 de octubre de 1968 en Tlatelolco. Las legitimaciones de los 50 años anteriores se vinieron abajo. El asesinato vil de la juventud por el Gobierno, la falta de soluciones políticas para problemas políticos, la vacuidad del desarrollo económico sin democracia política o justicia social, iniciaron un declive que aún no termina. La herida mexicana, desde entonces, se llama falta de democracia con falta de desarrollo. Suplir ambos vacíos, y el orden en que ello debe hacerse, es el problema que se encuentra en el centro del actual debate mexicano.

La herida está abierta. Las adhesiones, quebradas. Las preguntas, allí. ¿Nacionalismo o internacionalismo? ¿Aislacionismo o integración? ¿Democracia política o desarrollo económico?

La reciente encuesta que publica el primer número de la revista mexicana Este País no da contestación válida a estas preguntas. Refleja, eso sí, el dolor de la herida abierta. Pero en vez de crear una alternativa de identificación nacida de los problemas mexicanos, la desplaza hacia la peor y más peligrosa de nuestras ilusiones históricas: que otros se ocupen de mis problemas, yo soy incapaz de resolverlos. Esto, en mal teatro, es la solución del Deus ex machina: de los cielos desciende sobre la escena un dios que salva al héroe del predicamento en el que se encuentra. El héroe vencido, en este caso, sería México. El dios que baja en su máquina, Estados Unidos de América.

La mayoría de los entrevistados no están muy orgullosos de su nacionalidad, y se sentirían muy a gusto formando parte de un solo país si esto significase una mejor calidad de vida. En cambio, más de un 70% aún estarían dispuestos a pelear por México (en comparación con un 80% en Estados Unidos), y en ambos países aún no existen mayorías dispuestas a borrar las fronteras.

Los dos primeros datos -falta de orgullo, disposición a formar un solo país con Estados Unidos- remiten de nuevo a la herida mexicana. Desde 1968, por lo menos, ésta se llama falta de democracia con falta de desarrollo. Mala gestión política y mala gestión económica (aun cuando la gestión sea buena, es vista como mala porque es dolorosa).

Ambos fracasos son atribuibles al Estado nacional mexicano (un Estado nacional que además se identifica con un solo partido político). Y si en el pasado (ya remoto), los éxitos del Estado nacional podían extenderse al PRI, y los de éste a aquél, a partir de 1968 ocurre lo contrario: los vicios del PRI, sus errores, son atribuidos, penosamente, al Estado nacional. El PRI se convierte no sólo en un obstáculo para la democracia, sino en un obstáculo para el Estado, y, por ser éste nacional, para la nación misma. En países democráticos, los errores y los aciertos acaban por distribuirse con cierta equidad entre partidos que se alternan en el poder. En México, todos los aciertos y todos los errores son atribuibles a un solo partido, que es Estado, que es nación. Y en los últimos 25 años, los vicios han sofocado abrumadoramente a las virtudes.

A lo largo de este proceso, sin embargo, no se le puede atribuir al nacionalismo mexicano, ni a su producto, la nación mexicana, el carácter agresivo de los nacionalismos europeos o japonés entre la primera y la segunda guerras mundiales. Ni Ein Volk, ein Reich, ein Fürer, ni La terre et les morts, ni Il sacro egoismo hansido gritos de guerra de los Gobiernos mexicanos. Más modestamente, se ha hablado de unidad nacional, con el propósito interno de justificar la hegemonía partido-Gobierno, pero también con un propósito externo. Pues el nacionalismo mexicano, o su ausencia, se define en gran medida por la vecindad de otro nacionalismo: el norteamericano.

Estados Unidos ha sido portador de un nacionalismo tan agresivo y autocelebratorio como los de cualquier potencia imperial europea. Pero hasta ahora, el nacionalismo norteamericano, agresivo fuera de sus fronteras, ha mantenido un sistema democrático dentro de ellas. He comparado alguna vez a Estados Unidos con el doctor Jekyll y el míster Hyde de la fábula de Robert Louis Stevenson: el hombre y la bestia, la benévola democracia interna, el agresivo monstruo externo.

Dos caras

A veces, los mexicanos hemos visto la cara de míster Hyde: destino manifiesto, gran garrote, diplomacia del dólar. Otras, muchos compatriotas prefieren ver la del doctor Jekyll. Eso sucede hoy, como lo refleja la encuesta, y la razón es fundamental, aunque pasiva. Estados Unidos ha tenido éxito en todos los renglones en los que los mexicanos hemos fracasado. Ellos se adaptan a los medios necesarios para lograr la modernidad; nosotros somos incapaces de salir del hoyo arcaico. Ellos son democráticos; nosotros, autoritarios. Ellos son prósperos; nosotros, eternamente pobres. Ellos son eficaces; nosotros, inútiles. Vivimos un fracaso nacional lado a lado con el máximo success story de la modernidad: el imperio norteamericano democrático, poderoso, rico y libre. ¿Cómo no vamos a ver en la potencia vecina el nuevo centro de identidad que nos proteja y que nos cicatrice, de una vez por todas, la herida nacional? No vemos muy de cerca los defectos de la sociedad norteamericana, las graves fisuras morales, económicas y sociales de su actualidad. Porque, comparados con nuestra pulmonía, los problemas de EE UU nos parecen un catarrito cualquiera.

Siempre ha habido polkos en los momentos de crisis en México. Y su conclusión de sobremesa es siempre la misma: debemos convertirnos en el Estado 51º de la Unión Americana. Adiós problemas. Bienvenidos el éxito, la prosperidad, la democracia.

Esta disponibilidad pasiva no merece respeto ni en México ni en Estados Unidos. Y no sólo porque, para los norteamericanos, el que se comporta como un esclavo siempre ha sido tratado como tal, y sólo quien los trata de pie y al tú por tú asegura atención y obtiene resultados. No lo merece porque, sobre todo, desplaza, sin resolverlos, nuestros propios problemas. La contradicción de la encuesta, de ambos lados de la frontera, es ésta: ni Estados Unidos ni México quieren que desaparezca la frontera. Formar un solo país, siempre y cuando esto signifique una mayor calidad de vida, sí; pero borrar fronteras y dejar que entren -o salgan- los problemas irresueltos de México a Estados Unidos, y de Estados Unidos a México, no.

es escritor mexicano.

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