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Columna
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Estado de excepción

Francisco G. Basterra

Europa vive desde la madrugada del lunes en un estado de excepción, decretado en una histórica reunión en Bruselas, cuyas extraordinarias consecuencias nos pasman. La sacudida de la crisis de Grecia ha azotado al sur del continente, fundamentalmente a España, pero también en cascada a Portugal, que ha redoblado su plan de ajuste. Grecia ya vive de prestado y con su economía intervenida. Tres gobiernos socialdemócratas, un color casi excepcional en la UE tras el triunfo de Cameron en el Reino Unido con la histórica coalición conservadora/liberal, se han visto obligados a abandonar en gran medida sus programas sociales que habían prometido, el caso de Zapatero es muy evidente, no tocar. "No realizaré ajustes drásticos en el gasto porque pondríamos en peligro el crecimiento económico".

Lo sensato sería convertir la crisis en la oportunidad para acelerar la integración continental

No somos Grecia, pero el plan de rescate con el fondo de 750.000 millones de euros parece un traje a medida de los desequilibrios fiscales de España y de otros países sureños, pero que también podría vestir más al norte a Reino Unido, con un déficit presupuestario similar al griego. Londres y París han sacado también la podadora.

Está en juego el modelo de bienestar europeo, el contrato social que nos define, cuya supervivencia, que consideramos como un derecho fundamental adquirido, sólo puede asegurarse con el crecimiento económico. Estamos en el momento Churchill del sangre, sudor y lágrimas, que tanto hemos tratado de postergar. Pero nos asalta sin líderes europeos de peso semejante, con unas ciudadanías, por más ricas, menos preparadas para aceptar sacrificios, y con la duda sobre si la cataplasma, recortar inversiones y salarios, no frenará todavía más la incipiente recuperación asomándonos a la deflación. La percepción desatada por los mercados, la manada de lobos, de la posible extensión de la enfermedad griega a economías más grandes y cuya eventual desestabilización podría acabar dando la puntilla a la banca europea y al euro, ha forzado la actuación tajante de los políticos.

Grecia era el canario en la mina, explica el gurú económico Nouriel Roubini. Pero ha muerto presa del grisú y casi nadie piensa que a medio plazo no tenga que reestructurar su deuda. A sucesos excepcionales, una respuesta extraordinaria que, en opinión del sesudo Frankfurter Allgemeine Zeitung, bordea una actuación presa del pánico. Los alemanes ven resquebrajarse su fe en una política monetaria estrictamente antiinflacionista. Han tenido que tragar que el BCE actué a la norteamericana regando liquidez y convirtiéndose en el banco de los despilfarradores del Club Med, que actuaron como si el euro fuera una tarjeta de crédito. Su cultura de la estabilidad y el rigor es perdedora. El problema de liquidez de la UE estaría de momento resuelto. Pero no tanto el de la solvencia de algunas economías a las que se les ha arrebatado la presunción de inocencia. Europa ha sido empujada a dejar de arrastrar los pies. Alemania, aunque en una legítima defensa de sus intereses nacionales, tuvo una visión miope electoralista que ha concluido con la jibarización política de Merkel y las dudas sobre Berlín como motor europeo. El denostado FMI ha tenido que acudir al rescate. Y Obama, que había desdeñado viajar a Madrid a la cumbre UE-EE UU señalando el declinante peso de Europa en el nuevo reparto mundial, redescubre súbitamente la importancia del viejo continente para los intereses norteamericanos.

Los últimos acontecimientos ponen de manifiesto la redefinición del concepto de soberanía estatal en un escenario globalizado. Sin embargo, enredarse en una pelea teológica poniendo en primer plano las críticas de protectorado y dejación de la soberanía nacional, que asoman en España estos días, sólo conduce a la melancolía. Esta partida, como casi ninguna, no se juega ya en el terreno nacional. Sigamos la prescripción de Maquiavelo: "Cuando hacemos algo por necesidad, debemos presentarlo como si lo hiciéramos por nuestra propia voluntad". Lo sensato sería convertir la crisis en la oportunidad para acelerar la integración continental con un salto en la unión política y económica. Este proyecto histórico se lo merece. El optimismo de la voluntad justificaría el enorme parche fabricado para detener la crisis de la moneda única, que por sí mismo no soluciona el problema, sólo lo aplaza. No debiéramos permitir, como escribe Christoph Schwennicke, en Der Spiegel, que Europa acabe donde comenzó: en Grecia.

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