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Columna
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Europa de mis pecados

El diagnóstico clásico de Ortega y Gasset, "España es el problema, Europa es la solución", resume de forma sencilla y directa la visión que de Europa han tenido varias generaciones de españoles. Detrás de ese aserto se esconden una serie de anhelos del todo comprensibles viendo el inexorable rumbo de decadencia emprendido por España y el trágico desenlace de su siglo XX. En un país supuestamente dado a la polarización ideológica, la fragmentación territorial y el enfrentamiento social, siempre hubo un consenso que se impuso a cualquier desavenencia: que solo la completa e irreversible europeización de la vida política, social y económica sería capaz de arrancar a España de un pasado trágico y proyectarla hacia un futuro democrático, estable y próspero.

Si en mitología Europa era la bella princesa raptada por Zeus, en España es una severa madrastrona

El problema es que, escondido en el reverso de nuestros sueños europeos, se ha ocultado siempre un problema de autoestima cuyo legado se ha trasladado hasta nuestros días. Esa desconfianza sobre el ser nacional, ese recelo sobre la falta de capacidad de lograr por nosotros mismos los fines a los que aspirábamos siempre resultó difícil de comprender desde fuera. Pues si mayoritariamente y sin ningún género de dudas queríamos democracia, progreso económico y cohesión social, qué nos impedía lograrlo por nosotros mismos, como por otra parte hicieron aquellos europeos a los que tanto admirábamos y aspirábamos a imitar. El abismo intelectual que media entre el "no se os puede dejar solos" de Franco y el "España es el problema y Europa la solución" de Ortega se refiere a la prescripción, radicalmente distinta (dictadura en un caso, democracia inserta en Europa en otra), pero no tanto al diagnóstico coincidente en cuanto a una España incompleta política o moralmente (por razones también obviamente distintas: por exceso de liberalismo para el primero, por su ausencia para el segundo).

Pese a que historiadores, economistas y sociólogos, nacionales y foráneos, han demostrado sobradamente que la historia de España no es excepcional, que su modelo de desarrollo tardío y periférico se ajusta perfectamente al contexto histórico, geográfico, político y económico dominante en el sur de Europa, nuestra clase política sigue desconfiando, no sabemos si de ella misma, de los españoles o de ambos (y los españoles, en reciprocidad, desconfiando de sí mismos y de su clase política). A ello se debe que, como Ulises, busquemos a cada ocasión darnos otra vuelta de cuerda al mástil europeo al que nos hemos atado para no sucumbir a las sirenas de nuestra historia, que parece que nos llaman siempre a caer en nuestros peores vicios (identitarios o fiscales, póngase lo que se quiera). Así que, mientras en la mitología fundacional Europa era la bella princesa sira raptada por Zeus, en España hemos ido convirtiendo a Europa en una severa madrastrona que nos regaña cuando nos pilla en falta y nos sanciona cuando reincidimos. Otros europeos han construido otras Europas sobre otros mitos y otras necesidades: la nuestra es así.

Es debido a esta peculiar relación con Europa que el discurso sobre el llamado "déficit democrático" de la Unión Europea nunca haya calado en nuestro país a pesar de haber generado ríos de tinta entre nuestros vecinos anglosajones y escandinavos. Vista nuestra reciente historia, y sobre todo viendo lo que han sido los 26 años transcurridos desde nuestra adhesión a la Unión Europea, es indudable que nuestro país ha sido más democrático, no menos, gracias a su incorporación a la UE. Por eso, aunque ese concepto de "superávit democrático" sea del todo incomprensible para un británico o un escandinavo, es real. El problema es que ese superávit democrático europeo oculta un déficit democrático nacional que, ahora, en un contexto de crisis económica, reluce en toda su intensidad. El Parlamento vota hoy enfrente de una ciudadanía madura democráticamente, que percibe con claridad que la incapacidad de gobernarnos desde dentro supone la aceptación de que se nos gobierne desde fuera de modos y maneras que no siempre nos gustan.

Téngase en cuenta, no obstante, que la Europa a la que ofrecemos estos sacrificios no es tan real como parece; es en gran medida el fetiche que hemos ido construyendo a base de proyectar sobre él nuestros miedos, debilidades, deseos y pasiones. Como consecuencia de esta crisis, los españoles deberemos comenzar a pensar en cómo convertir nuestra tradicional relación con Europa en una puerta giratoria: cuanto mejor nos gobernemos a nosotros mismos, menos necesitaremos ser gobernados desde fuera y más podremos contribuir a gobernar en Europa y con Europa, cosa que, hoy por hoy, no estamos en condiciones de hacer.

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