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Columna
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Europa en transición

Lluís Bassets

Los cambios de Gobierno y las transiciones políticas suelen ser momentos de vacío de poder, en los que se incrementan los niveles de riesgo y de inestabilidad. Está estudiado el caso de las transiciones presidenciales norteamericanas, ocasión que aprovechan los adversarios y a veces incluso los aliados para tomar iniciativas que en otras ocasiones están prohibidas. Las transiciones son particularmente complejas en los países que son grandes espacios, hasta el punto de que llegan a confundirse con cambios de régimen, como ha sucedido en Rusia, o son objeto de lentos y oscuros procedimientos autoritarios para amortiguar las tensiones, como es el caso en China.

La Unión Europea, sin ser un Estado ni una unidad política, no iba a ser una excepción. Si el relevo de presidentes o de ejecutivos -y la Comisión Europea lo es en alguna medida- produce un interregno que facilita los accidentes, todavía es más amplio y profundo el socavón cuando el cambio de titulares coincide también con un cambio en las reglas de juego, en nuestro caso con un cambio de Tratados, el de Niza vigente hasta el primero de diciembre y el de Lisboa que entró entonces en vigor y deberá irse aplicando paulatinamente.

La UE anda con un tratado de retraso; Lisboa queda corto para lo que se nos viene encima

A la doble transición de dirigentes y de tratados se suma otra transición que ha aflorado a plena luz en idénticos días, desde el mundo unipolar en el que Estados Unidos quería ordenar la marcha de los negocios globales hasta el mundo multipolar, en el que nada puede hacer Washington sin contar con China, India y Brasil. Esta última transición es la que ha revelado en toda su crudeza la mala posición y la escasa vocación de la UE para jugar como ese agente global que exige la nueva geometría mundial del poder. Parece como si Europa siempre anduviera con un tratado de retraso. El de Lisboa era magnífico para la ampliación a 27, pero casi seguro que queda corto para el mundo que se nos viene encima. La avaricia de los jefes de Gobierno y de Estado de los 27, que han preferido situar a dirigentes de bajo perfil a la cabeza de las instituciones europeas, ha hecho el resto.

Así es como estamos esta semana en una triple transición, en la que no ha faltado una gran crisis, la de la deuda griega, para poner a prueba los pies de barro del gigante. La UE se ha construido de crisis en crisis, según doctrina aceptada del europeísmo. Si atendemos el esquema, esta crisis debe servir para avanzar hacia el gobierno económico europeo. El hundimiento de las finanzas públicas griegas se ha producido, precisamente, por graves defectos de gobernanza económica. En primer lugar, estadísticos: la falsificación de sus cifras de déficit y de endeudamiento. En segundo lugar, estructurales: la eurozona no está económicamente integrada, de forma que los socios han perdido la soberanía monetaria, pero no pueden ajustar sus desequilibrios mediante la movilidad laboral o una verdadera solidaridad federal.

Pudiera ser, sin embargo, que ésta no fuera una crisis como las anteriores. Si hasta ahora todas las crisis han sido aprovechadas de forma que la bicicleta europea ha seguido rodando, es evidente que ahora los enemigos de esa "unión cada vez más estrecha entre los pueblos de Europa" cuentan con una excelente ocasión para convertir el euro en un episodio que sólo ocupe la primera década del siglo XXI. En las distintas fórmulas para acudir en auxilio de Grecia pueden observarse todas las posiciones. En primer lugar, hay voces que piden la salida de Grecia de la eurozona y su regreso a una moneda nacional: así la eurozona regresaría a su origen, la zona marco que Alemania entregó a cambio de la unificación. En segundo lugar, hay una fórmula aparentemente menos drástica, pero más efectiva para la destrucción del euro: encargar al FMI la salvación de la moneda europea; dejar que sea Washington y no Bruselas quien gobierne la economía griega en estado de excepción; renunciar así a que la UE ocupe algún día, quizás cercano, el sillón de representación de los 16 de la eurozona y de los 27 del mercado único en el FMI. En tercer lugar, está la fórmula más viable a pesar del pesimismo ambiental, que es la de la salvación estrictamente europea, en los medios a utilizar y en las instituciones a movilizar; una fórmula que también deberá implicar una reforma preventiva para evitar que la situación se repita.

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No es la suspensión de la cumbre con Obama lo que debe preocuparnos a los europeos sino la capacidad de gobernarnos a nosotros mismos, especialmente quienes formamos parte de una misma área monetaria. No está en juego el peso de Europa en el mundo, sino el propio peso de Europa en Europa. Que Europa no quiera ser un agente global, pase. Pero ahora se trata de otra cosa: si quiere sencillamente ser. Si quiere mantenerse a través de la UE y del euro como la mayor zona de paz, prosperidad y estabilidad del mundo. Pero sin gobierno y sin un cierto umbral de unidad política y de solidaridad no habrá moneda, no habrá economía y no habrá Europa.

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Sobre la firma

Lluís Bassets
Escribe en EL PAÍS columnas y análisis sobre política, especialmente internacional. Ha escrito, entre otros, ‘El año de la Revolución' (Taurus), sobre las revueltas árabes, ‘La gran vergüenza. Ascenso y caída del mito de Jordi Pujol’ (Península) y un dietario pandémico y confinado con el título de ‘Les ciutats interiors’ (Galaxia Gutemberg).

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