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Columna
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Federalismo y especulación

Una vez más, Angela Merkel y Nicolas Sarkozy han tenido que intentar calmar el ciclón especulativo que amenaza la zona euro: después de Irlanda, obligada a pagar intereses desorbitados para financiar su deuda, y pese al plan de ayuda de la UE y el FMI, Portugal y, pronto, España se ven amenazadas por la misma tormenta. París y Berlín han repetido que el fondo de rescate europeo, creado a raíz de la crisis griega, se mantendrá hasta 2013. Las dos capitales han hecho saber que trabajan en la definición precisa del mecanismo permanente que sucederá a este fondo excepcional.

En este contexto tan delicado, cabe constatar que Merkel habla demasiado (un día alarma a todo el mundo transmitiendo su preocupación y, al siguiente, se dice más confiada), mientras que Sarkozy, normalmente tan prolijo, no habla lo suficiente. Pero más allá de este déficit de comunicación, imputable a ambos dirigentes, en esta prueba decisiva existe una razón para alegrarse y otra para inquietarse.

No saldremos de esta espiral infernal hasta que la zona euro dé otro salto hacia la integración

La razón para alegrarse obedece a la evolución de Alemania. Hace apenas algunos meses, la canciller, demasiado sensible a la presión de una opinión pública tentada por el nacionalismo, negaba la gravedad de la crisis, subestimaba la amenaza de contagio y frenaba la ayuda a Grecia. Después, Alemania pareció realmente consciente del peligro que corre la zona euro, víctima de una especie de estrategia de dominó -se trata de derribar un país tras otro- conducida por los mercados, es decir, por los acreedores de los países endeudados. Alemania acepta reconocer que, como los demás, y tal vez más que los demás, tiene un gran interés en garantizar la perennidad del euro. Ayer, respaldada por sus posiciones exportadoras, creía poder escapar a la prolongación de la crisis y les leía la cartilla a los países menos virtuosos, a saber, casi todos los demás miembros de la UE. Hoy, es consciente de que, sin el euro, se vería sometida a una presión irresistible para obligarla a reevaluar su moneda. Desde este punto de vista, la cumbre del G-20 en Seúl y la guerra de divisas entre EE UU y China ha sido una buena lección. Así pues, hemos podido escuchar con regocijo a Alex Weber, presidente del Bundesbank, y candidato a la sucesión de Jean-Claude Trichet a la cabeza del BCE, declarar en París que, sobre el euro "no se puede dar marcha atrás" y que "la especulación está condenada al fracaso".

Aunque de buena gana aceptamos este augurio, lo cierto es que, por desgracia, el éxito contra la especulación de los mercados no solo no está garantizado, sino que aún no está ni esbozado. Por tanto, tenemos motivos de sobra para inquietarnos, pues el mecanismo no parece ir a detenerse. Un país es atacado a causa de su deuda; Europa se moviliza y articula una ayuda que solo devuelve la calma provisionalmente, antes de que otro país sea atacado a su vez. La consecuencia es una gran volatilidad del euro que perjudica a nuestras economías; y, sobre todo, unos planes de austeridad que pretenden garantizar el éxito de la ayuda europea pero que van a terminar provocando una revuelta de los pueblos europeos debido a su dureza.

Este mecanismo no tiene posibilidad alguna de interrumpirse mientras nuestros países permanezcan, en lo fundamental, dispersos y entregados al "cada uno a lo suyo". Por supuesto, los europeos han progresado: nadie discute ya la necesidad y la urgencia de las ayudas a los países en dificultades; la concertación avanza a buen ritmo y, más importante, los miembros de la Unión se han comprometido a someter a Bruselas sus presupuestos antes de su aprobación por los Parlamentos nacionales. Pero esto no es sino un pequeño primer paso. Y no saldremos definitivamente de esta espiral infernal hasta que la zona euro haya dado un nuevo salto hacia la integración. Integración política y presupuestaria.

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Por lo demás, Europa siempre ha progresado así. Las dificultades de los años ochenta engendraron el mercado único. Luego, las imperfecciones de este nos condujeron a la moneda única. La novedad es que ahora hay que actuar con urgencia, dado que no hemos completado la moneda única con los instrumentos de federalismo, especialmente presupuestarios, que necesita.

Nuestros países, que, prácticamente desde el periodo Chirac-Schroeder-Blair, y sin interrupción, se han venido replegando progresivamente, satisfechos en un nuevo egoísmo, han desatendido la consecuencia inevitable del euro: un nuevo paso hacia la integración. Ahora bien, hay que repetirlo: la zona euro tomada como tal, y no dispersa país por país, es, en la barahúnda actual, una zona de estabilidad. Y lo que es más, una zona virtuosa casi equilibrada, cuando, entre China y EE UU, por ejemplo, solo hay desequilibrio. Como ha sugerido Jacques Attali, sería necesario que la zona euro pudiera emitir bonos del Tesoro europeo, garantizados en esta zona estable y virtuosa. Pero esto supondría que nuestros dirigentes tuviesen el valor de rehabilitar una palabra tabú en Europa: federalismo.

Traducción de José Luis Sánchez-Silva.

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