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Cambio en la Casa Blanca | Radiografía del voto
Columna
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Fin del cuento de hadas

Francisco G. Basterra

Pinchados los globos, retiradas las banderas y barridos los confetis, el nuevo presidente norteamericano se enfrenta con problemas inmensos, si no irresolubles, mayores incluso que su gran victoria. Comienza a disiparse la oleada de emoción positiva que ha sacudido al mundo en esta histórica semana con la llegada a la Casa Blanca de una joven familia negra, con dos niñas -desde Kennedy no hay críos corriendo por el Ala Oeste- y nuevo cachorrito incluido. El fabuloso cuento de hadas ha terminado. Y Obama ya no tiene zapatos de cristal ni varita mágica.

Pero sí tiene prioridades. La primera, sin duda, es reconstruir América, recuperar la confianza de las clases medias a las que ha prometido rescatar de la crisis. No nos equivoquemos desde Europa, el cambio significativo que muchos esperaban en política exterior, más allá de un prudente regreso al multilateralismo, lo que no es poco, no va a ser probablemente una urgencia en la agenda de la nueva Administración.

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Un presidente norteamericano no es un gestor o un administrador, es sobre todo un inspirador; señala los objetivos, sacude al país cuando es necesario. Casi un predicador. Posee el púlpito de la presidencia. Franklin Roosevelt dijo que la presidencia "es sobre todo un lugar de liderazgo moral". Obama ha demostrado ser bueno en esto. No es un redentor pero sí puede ser un dispensador de esperanza, un sanador. Ha devuelto la autoestima al país y ha limpiado con su victoria la marca USA en todo el mundo. Cabría esperar, en contrapartida, que las izquierdas progresistas europeas cedan en su visión estereotipada de Estados Unidos y, en España, no se vuelva a confundir a un país con su Administración.

Pero hay dolores que no tienen curación, ni simple, ni rápida, ni indolora, como ya Obama se ha apresurado a advertir. Darle la vuelta a la crisis económica evitando una profunda recesión, o restablecer el equilibrio presupuestario, requerirían a un taumaturgo. No le saldrán los números para realizar una reforma sanitaria completa, ni quizás siquiera para reducir impuestos a la clase media acomodada. El jefe de su equipo de transición le recomienda tomar las decisiones duras cuanto antes. "Defraudar enseguida", como dijo Iñaki Gabilondo en la noche electoral.

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Obama sabe ya que no podrá satisfacer las enormes expectativas que ha suscitado, en su país y en todo el mundo. John Kennedy se definió como "un idealista sin ilusiones". No conocemos el grado de idealismo de Obama, pero claro que tiene ilusiones. Aunque probablemente, sólo 72 horas después de ganar, ya no se hace ilusiones sobre lo que no es posible.

No volvamos a equivocarnos. Obama no es un radical, ni un socialdemócrata europeo. No firmaría una ley para posibilitar el matrimonio gay; defiende el derecho a realizar acciones militares preventivas cuando estén en juego los intereses de Estados Unidos y se reserva la posibilidad de actuar internacionalmente sin cobertura de la ONU; no es contrario a la pena de muerte, ni parece que desee restringir el sacrosanto derecho de sus ciudadanos a tener armas en la mesilla de noche. Colin Powell, republicano, al darle su apoyo le definió bien como "una figura transformadora". Hasta ahora, el 44º presidente de Estados Unidos ha demostrado competencia, calma ante la adversidad, y que valora el cerebro por encima del corazón. En definitiva, un comportamiento pragmático, un rasgo de carácter que define a la sociedad estadounidense.

Lo que sí ha logrado ya Obama, sin tomar aún ninguna medida, es hacer volver a América al mundo. También ha definido su deseo de recrear "un nuevo patriotismo". Pero la América que vuelve al mundo no es un país débil. A pesar de que asistimos a un nuevo reparto de poder, los EE UU de Obama siguen siendo una gran superpotencia, con una economía tres veces más grande que la segunda, la japonesa, y un gasto militar mayor que el del resto del mundo acumulado.

Sin embargo, Obama cree en el poder blando de la democracia, del diálogo con los enemigos actuales, de la influencia positiva de los ideales norteamericanos. Pero no volvamos a equivocarnos, ni en Europa, ni en Rusia, ni en Irán, Obama es un convencido de que Estados Unidos debe de seguir siendo el país más poderoso del mundo, y anuncia la llegada de "un nuevo amanecer del liderazgo estadounidense". Sabe que si no estabiliza la economía norteamericana, el país perderá su papel hegemónico. Mientras tanto, ya ha advertido "a aquellos que quieren derrumbar el mundo: os vamos a vencer".

fgbasterra@gmail.com

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