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Columna
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Fondos-buitre / 1

El triunfo en los años setenta de la contrarrevolución ultraliberal en EE UU encuentra en Ronald Reagan el gran soporte político que necesitaba para convertir sus principios y propuestas en un efectivo programa de acción. Su gran objetivo es eliminar todo tipo de cortapisas en los intercambios económicos mundiales, en especial en el ámbito de las finanzas, imponiendo una liberalización financiera global y total, cuyo principal beneficiario sólo pueden ser las grandes multinacionales anglosajonas. Mundialización, internacionalización, globalización y todas las otras designaciones elusivas y nobles de ese avasallador proceso de liberalización conllevan, entre otras prácticas, la supresión de todo tipo de control de crédito por los Estados; la autonomía de los bancos centrales; la ausencia de regulación de los tipos de interés; la total libertad de los flujos internacionales de capitales; el libre acceso al sector bancario, etcétera. Lo cual produce inevitablemente una financiación radical de la actividad económica que transforma un sistema capitalista de mercado, que según su doctrina se propone aumentar la riqueza y generar beneficios mediante la producción de bienes, servicios y puestos de trabajo, en un nuevo capitalismo cuyo principal propósito es implantar un régimen de acumulación financiera, apoyado fundamentalmente en las bolsas de valores y en la generación de beneficios a caballo del valor accionarial. Esta revolución capitalista, de la que no se ha dado suficiente cuenta, ha alterado sustancialmente el modelo económico fordista que campó a sus anchas hasta los años setenta, al igual que el arquetipo de la empresa capitalista tradicional.

En él los tres grandes actores, accionistas, directivos y empleados, se distribuían las ganancias en productividad, bajo la dirección y control de lo que Galbraith llamó la tecnoestructura -dirección más cuadros superiores-. Esa economía empresarial de stakeholders en la que se producían, se transportaban, se compraban, se vendían, se consumían objetos reales, fueran estos bienes o servicios, ha sido sustituida por empresas de shareholders, tenedores de acciones, en las que lo que se compra y se vende son ellas mismas, unas a otras y con frecuencia a sí mismas utilizando la estrategia del downsizing, o sea, reduciendo el número de acciones para aumentar así el valor de cada una de ellas aunque el valor total no cambie.

La información económica glorifica estas prácticas, la gesta de las OPA. Quién compra a quién y por cuánto, y confina productos y servicios en la letra pequeña, convirtiéndolos casi en pretexto y entregándose gozosamente a consideraciones sobre el valor económico añadido y el valor de mercado añadido -EVA y MVA, en inglés, respectivamente-. Con ello, el único referente que cuenta es la cotización de las acciones, el único mercado que existe es la bolsa de valores y la ROE (return on equity), es decir, la ratio entre resultado neto de la empresa y fondos propios en el balance, se convierte en el baremo por excelencia. La financiación de la realidad económica ha utilizado un dispositivo muy eficaz para asegurar y acelerar su decurso, los fondos de inversión en sus tres principales formas: fondos mutuos -mutual funds-, fondos de pensión y fondos especulativos -hedge funds- con su última variante: los fondos-buitre.

Con éstos, los hedge funds han llegado a extremos que hay que calificar de repugnantes. Pues especular contra los países más pobres y necesitados del planeta, comprando de rebaja en los mercados secundarios su deuda, para apoyados en tribunales de Estados Unidos reclamar judicialmente luego el importe íntegro de la misma más los intereses, es una pura indecencia, una total iniquidad. Elliot Associates LP, fondo especulativo con sede en Nueva York compró por 11 millones de dólares una deuda peruana que valía 20. Paul Singer, socio principal de este fondo carroñero, consiguió gracias a un tribunal norteamericano 58 millones de dólares que tuvo que pagar el Gobierno peruano. Acciones similares las ha practicado con la deuda de Costa de Marfil, Ecuador, Turkmenistán, República Democrática del Congo, Panamá, etcétera. El sábado próximo volveré sobre estas vilezas que el G-8 parece haber aceptado / bendecido.

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