Fracaso en Copenhague
¿Hay que alarmarse por el fracaso de la cumbre de la ONU sobre el clima celebrada en Copenhague? ¿Hay que preocuparse hasta el punto de escribir, como hace el sitio slate.com, que acabamos de vivir un nuevo Múnich? ¿O, por el contrario, hay que seguir a Barack Obama cuando habla de una fecha histórica en la que, por primera vez, el planeta se ha puesto de acuerdo en un objetivo útil, no vinculante, de limitación del aumento de la temperatura? En realidad, el presidente estadounidense sólo tendrá razón si, a partir de 2010, se pone en marcha un proceso que conduzca a los principales contaminantes del planeta a adoptar políticas susceptibles de respetar ese objetivo. Por ahora, podemos llegar a una conclusión, extraer una enseñanza y señalar una contradicción en los acontecimientos que nos han conducido a plantear este interrogante sobre Copenhague.
La ONU no es el foro adecuado para elaborar reglas vinculantes, como se pretendía
La conclusión es la inadecuación del marco de la ONU al objetivo perseguido, a saber, un acuerdo internacional vinculante. Inadecuación porque, para tener éxito, el procedimiento de la ONU requiere que todo esté escrito de antemano, incluso antes de que se celebre la cumbre, cuya finalidad no es entonces sino rubricar lo acordado. Esto, que ya se adaptaría difícilmente a un foro como el G-20, en el que los jefes de Estado y de Gobierno se sientan a la mesa con la presión de elaborar un compromiso en 48 horas, es rigurosamente imposible cuando se hace extensivo a 190 Estados, y máxime cuando impera la regla de la unanimidad. Como todos nosotros constatamos cada día, ya resulta bastante difícil hacer avanzar a Europa entre 27, y eso que la UE está acostumbrada a los compromisos y domina más o menos sus propias reglas del juego. ¿Qué decir de un foro en el que están representados todos los países? A no ser que uno crea en el Espíritu Santo, no se vislumbra cómo podría funcionar ese mecanismo cuando se trata, una vez más, de elaborar reglas vinculantes. Y, ya que los principales contaminantes son EE UU, China y Europa, éstos habrían podido empezar por llegar a un entendimiento en el seno de una instancia que ha demostrado su utilidad -y cómo- en la gestión colectiva de la crisis económica.
Pero Copenhague nos proporciona también una enseñanza: la instauración progresiva de un G-2, o sea, la del nacimiento, ante nuestros ojos, de un nuevo condominio ejercido por EE UU y China. En esa pareja, por otra parte, la voz cantante la ha llevado la potencia en alza, es decir, una China refractaria a cualquier control que garantice al resto del mundo un mínimo de transparencia. La especie de acuerdo al que se ha llegado en Copenhague es pues fruto de un consenso previo entre los presidentes chino y estadounidense.
Barack Obama ha desempeñado un papel decisivo en Copenhague: al ver que China estaba organizando su propia coalición con India, Suráfrica y Brasil, se impuso en el seno de ese cenáculo para, finalmente, alcanzar un acuerdo. Esto tiene tanto más mérito en cuanto que, dentro de EE UU, Obama se enfrenta a una opinión pública que no está lejos de considerar que se está exagerando con estas cuestiones medioambientales, y es criticado, desde el bando republicano, por quienes reclaman un rebrote del nacionalismo -en nombre de la protección del empleo- y no ese multilateralismo tan caro al presidente estadounidense.
La contradicción, finalmente, es aquella en la que está sumida Europa. Su enfoque era reducir de forma vinculante las emisiones de gases de efecto invernadero. Ahora bien, la UE está lejos de alcanzar los objetivos que ésta se fijó a sí misma. Y, sobre todo, Europa ha podido comprobar que su enfoque no conviene a buena parte del resto del mundo, que considera que tiene derecho a más crecimiento para intentar alcanzar el bienestar del que disfrutan nuestras sociedades. El esfuerzo hacia los países emergentes que anunció como contrapartida no era muy creíble a estas alturas. Por eso, la UE debería modificar su enfoque y hacer un gran esfuerzo en investigación, pues las patentes relacionadas con las tecnologías compatibles con las normas medioambientales registradas en el continente sólo representan el 2,5% del total.
Queda claro, al margen de la olla de grillos que ha sido Copenhague, que la defensa del medio ambiente va a pesar mucho en la posición relativa de las grandes superpotencias, con la amenaza constante de ver cómo este tema enmascara la tentación de un retorno al proteccionismo y una visión maltusiana de la economía. Pero lo peor no tiene por qué ocurrir. Tomemos pues Copenhague como el comienzo de una toma de conciencia sobre la necesidad de inscribir las preocupaciones ecológicas en los mecanismos de crecimiento. Y situemos el fracaso de la cumbre en el capítulo de los balbuceos de un multilateralismo que necesita organizarse. Y, más que nada, esperemos que 2010 sea el año de una nueva toma de conciencia que obligue a relanzar la ambición europea.
Traducción: José Luis Sánchez-Silva.
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