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El conflicto libio
Columna
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Gadafi como problema

El gadafismo seguro que ha dejado de existir. El Libro Verde y sus encantamientos de tercera vía, aunque no más ajenos a la realidad que la versión eurocéntrica de Giddens y Blair, han desaparecido por el sumidero de la historia sin dejar una nota al pie. Pero Muamar el Gadafi no ha desaparecido todavía, y por ello constituye un problema para sus presuntos sucesores, el consejo autonombrado de transición hacia alguna parte, con sede recién estrenada en Trípoli.

Al militar libio, que dio un golpe de Estado contra la monarquía el 1 de septiembre de 1969, le pasó algo terrible. Se alzaba contra el anciano monarca Idris en nombre de una gran figura del mundo árabe, inventor en la práctica del panarabismo, el coronel egipcio -¡qué enorme atracción tenía ese grado para los golpistas!- Gamal Abdel Nasser. Gadafi quería ser el Nasser de Libia, promover la fusión con Egipto, poner su crudo al servicio de la revolución panárabe. Pero, modesto capitán de 27 años, cuando tomaba el poder la ideología del padre ya era solo una reliquia. Dos años antes, en junio de 1967, el panarabismo había sido apabullantemente derrotado por Israel en las arenas del Sinaí, las colinas del Golán y las callejuelas de Jerusalén, y como posdata, en septiembre de 1970 la muerte del gran líder, aquejado de diabetes y fracaso, enterraba el sueño de un mundo árabe unificado.

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Se encontraba así el coronel, huérfano repentino y albacea presentido de un legado en ruinas. Y apenas en el curso de unos años, con la fundación de la Yamahiriya, la forma de Estado de las masas que debería resolver los problemas del mundo, el líder libio mostraría los primeros signos de una grave inestabilidad psicológica. El caso no era tan diferente al de Fidel Castro en los primeros noventa, cuando la desaparición de la URSS hacía que el mundo se estremeciera bajo los pies del revolucionario cubano y su obra dejase de ser funcional para la historia. La construcción castrista, cualquiera que sea la opinión sobre la misma, tenía sentido en la lógica bipolar de la época y, ya que no libertad, algún beneficio material sí procuró al pueblo antillano, mientras que Gadafi ha vivido 40 años en la soledad ideológica de sus fantasías de redentor universal, con todo el tiempo del mundo para confundir aún más al país, en lugar de crear una nueva Libia. El coronel necesita seguir creyendo en lo que considera su obra a riesgo de desautorizarse a sí mismo. Mubarak en Egipto y Ben Ali en Túnez podían creer que su mandato dictatorial era bueno para sus países respectivos, pero no ignoraban quiénes eran ni lo que estaban haciendo. Por eso es posible que Gadafi luche hasta el último partidario, lo que sería particularmente peligroso para la llamada revolución libia porque esta nace con más de un pecado original. Cualquiera que haya visto en televisión a la tropa rebelde dirigiéndose en descapotable a un frente imprevisible, comprende que su victoria, a diferencia de lo ocurrido en Egipto y Túnez, donde el Ejército tomó partido por la protesta, solo podía deberse al planchado aéreo impuesto por la OTAN. La fuerza gadafista se había ido desgastando ante la evidencia de que Nicolas Sarkozy y David Cameron habían invertido tanto en la operación que no cejarían mientras quedara un objetivo indemne. Y si Mubarak en Egipto y Ben Ali en Túnez apenas podían contar con cuatro matones y una menguada clase política, el coronel sí que tenía un seguimiento.

Ni siquiera es preciso, como aventuraban medios árabes en Londres, que Gadafi pueda organizar una guerrilla para crear con ello problemas a la nueva situación. Más de 20 Estados africanos siguen reconociendo el régimen gadafista y aunque la Liga Árabe desea pasar página cuanto antes, la propia Argelia ha demostrado que no apoya experimentos en su vecindario. Gadafi tiene que exiliarse o caer en manos de los rebeldes -aunque eso no exija darle muerte- para que esté definitivamente liquidado el Antiguo Régimen. Y aun con ello, si el Consejo de Transición no consigue probar que es capaz de gobernar, esto es restablecer el suministro de agua, electricidad y todo lo que garantizan aún los poderes más escuetos, la presencia de Gadafi izando su bandera en alguna parte del país seguirá constituyendo un problema. No tanto como para que vuelva el gadafismo, pero sí lo suficiente para que bastantes se interroguen sobre lo oportuno de una revolución con tan notables padrinos exteriores.

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