_
_
_
_
_
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

El Gran Israel contra Israel

Lluís Bassets

No hay forma de congeniar esos dos conceptos antitéticos. El Estado de derecho democrático reconocido internacionalmente que es Israel, en el que todos los ciudadanos deben gozar de idénticos derechos, ha venido pugnando desde su nacimiento con el Estado de derecho divino establecido exclusivamente para los judíos entre el río Jordán y el Mediterráneo. Una parte de Israel, la más nacionalista y extremista, considera insatisfactorias las fronteras que reconoció Naciones Unidas en el momento de la creación del Estado en 1947 y por eso apoya la persistente colonización del territorio palestino de Cisjordania y Jerusalén oriental, iniciada en 1967 tras la Guerra de los Seis Días, que ha instalado a 500.000 colonos en territorio conquistado, en flagrante transgresión del derecho internacional.

Netanyahu quiere hacer compatibles dos conceptos irreconciliables: el Estado cívico y el sueño bíblico

La colonización de Cisjordania, apoyada por todos los gobiernos, financiada con presupuestos públicos y ayudas privadas internacionales, incluidos fondos norteamericanos exentos de impuestos, empezó como una actividad provisional, vinculada a la seguridad militar; pero pronto viró hacia una colonización pura y dura, en nombre de los derechos milenarios sobre las tierras bíblicas de Judea y Samaria. Las colonias y sus glacis territoriales, junto a las carreteras reservadas para sus habitantes, el muro de seguridad que las rodea y los controles de seguridad han convertido Cisjordania en un territorio difícilmente sostenible, en el que se hace evidente que cada nuevo avance en la colonización aleja materialmente la viabilidad geográfica del Estado palestino.

Netanyahu se ha mostrado públicamente a favor de la creación de tal Estado, pero nada garantiza su sinceridad, al contrario. Si atendemos a lo que piensan su padre, el reconocido historiador de la Inquisición española Benzion Netanyahu; su partido Likud y su Gobierno de coalición, todo es una maniobra de diversión. Su ministro de Exteriores, Avigdor Lieberman, acaba de declarar que la paz es inalcanzable para esta generación y ha propuesto un canje de territorios y de población, lo más parecido a la limpieza étnica practicada en los Balcanes. Netanyahu quisiera la fórmula imposible: es decir, que la comunidad internacional y sobre todo los países árabes reconozcan a un Israel asentado sobre su territorio bíblico con capital en Jerusalén, y que los palestinos se apañen y acomoden a unas franjas más o menos interconectadas donde administren su vida cotidiana sin nada parecido a la dignidad de contar con la plena soberanía nacional.

Esto no sucederá. Antes de que suceda, incluso, los palestinos renunciarán a un Estado propio y optarán por exigir la integración de Cisjordania a Israel, acompañada, claro está, del reconocimiento de todos los derechos ciudadanos para sus habitantes. De ahí que el punto muerto actual, con las conversaciones directas en el alero, sea quizás el momento decisivo. Netanyahu no quiere decretar la congelación total y permanente de la construcción en los asentamientos, algo exigido y aceptado por Israel en 2003 con la Hoja de Ruta fabricada bajo auspicios de George W. Bush. Y Mahmud Abbas se niega a negociar las fronteras mientras la otra parte siga avanzado y dictando las fronteras antes de negociarlas. Las negociaciones, a su vez, no pueden avanzar si nadie cede. Y nadie va a ceder. Aunque nadie quiere tampoco aparecer como responsable del fracaso de las negociaciones. El juego está en cargar el muerto sobre el adversario e intentar hacerle pagar un precio bien alto por la ruptura.

Hay una solución virtual: una negociación rápida y definitiva de fronteras que permita a los israelíes seguir construyendo pero ya sólo en las colonias que se incorporarán a su territorio. O una inmediata crisis de Gobierno que desalojara al extremista Lieberman e incorporara a la centrista Kadima con Tzipi Livni a un Gobierno preparado para hacer la paz. Netanyahu podría presidirlo. La experiencia demuestra que son los duros quienes tienen finalmente márgenes para hacer concesiones y aguantar los ataques y críticas de los más radicales de su bando.

Únete a EL PAÍS para seguir toda la actualidad y leer sin límites.
Suscríbete

El actual punto muerto, con la moratoria de los asentamientos liquidada y los colonos en plena exhibición de su voluntad constructora, termina el próximo lunes, en El Cairo, donde el presidente Abbas pedirá el apoyo de los 22 Estados de la Liga Arabe, comprometidos a reconocer a Israel a cambio del regreso a las fronteras de 1967. Entonces sabremos si hay futuro para las actuales negociaciones patrocinadas por Obama. Si no lo hay, se abrirá inmediatamente otra pugna y no será entre Israel y el Gran Israel, sino entre un Gran Israel judío sin derechos para los palestinos o un Estado binacional en el que todos gocen de los mismos derechos.

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Sobre la firma

Lluís Bassets
Escribe en EL PAÍS columnas y análisis sobre política, especialmente internacional. Ha escrito, entre otros, ‘El año de la Revolución' (Taurus), sobre las revueltas árabes, ‘La gran vergüenza. Ascenso y caída del mito de Jordi Pujol’ (Península) y un dietario pandémico y confinado con el título de ‘Les ciutats interiors’ (Galaxia Gutemberg).

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_