_
_
_
_
_
Tribuna:
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Haití, siempre estuvo ahí

Nueva York mostró el peor rostro del terrorismo. Haití, el peor rostro de la pobreza y la marginación

Haití se pone de moda. Ante la desgracia de todo un pueblo, el mundo entero de pronto se ocupa y se preocupa por uno de los países más pobres y atrasados de la Tierra.

De repente, los líderes de todo el mundo dedican unos minutos de sus complicadas agendas a organizar la ayuda. Estados Unidos arma misiones humanitarias, envía a su Secretaria de Estado y encarga a dos ex Presidentes la tarea de recaudar fondos para ayudar a la reconstrucción. La nación isleña motiva la visita del Secretario General de las Naciones Unidas y de otros representativos líderes globales. Las grandes empresas y los grandes millonarios aportan impresionantes donativos, y la sociedad civil de los países más desarrollados dan lo que pueden y se organiza para enviar ayuda.

Más información
La ayuda fluye con más rapidez en Haití a una semana del terremoto

Los líderes religiosos rezan y piden por Haití, y organizan misiones humanitarias para ayudar a su pueblo. Artistas y deportistas apuran grandes donativos, por supuesto con sendos boletines y conferencias de prensa. De pronto se organizan teletones, conciertos y jornadas culturales para recaudar fondos.

Haití por unos días ocupa las primeras planas de todos los diarios del mundo, el horario estelar en los telediarios y los comentarios más sentidos y conmovidos de escritores, periodistas y líderes de opinión. Los adjetivos literalmente se acaban, en las entrevistas, las tertulias y los programas especiales.

De manera espontánea, un terremoto con epicentro en Puerto Príncipe, parece sacudir la conciencia de todo mundo.

Únete a EL PAÍS para seguir toda la actualidad y leer sin límites.
Suscríbete

Está muy bien. La ocasión lo amerita. La emergencia es de tal envergadura que ese país no saldrá de la desgracia si el mundo entero no se ocupa de él. Pero debo confesar que toda esta solidaridad, toda esta generosidad y toda esta caridad me dejan un sabor agridulce. Me generan sentimientos encontrados. Un especie de enojo ante algo que me parece tardío, lento, extemporáneo.

Siento frustración y mucha confusión, ante una generosidad que parece ser más resultado de la presión de los medios, que de un genuino sentimiento de humanidad. Una ayuda que me deja un tufo a lo políticamente correcto.

Inevitablemente me pregunto: ¿Por qué hasta ahora? ¿No es tarde? ¿Por qué tuvieron que morir 50, 100 o quizá 200 mil personas para que todos nos acordáramos de pronto que Haití existía? ¿Por qué no lo hicimos un día antes? ¿Por qué no lo hicimos un año antes? ¿Por qué la solidaridad internacional no ayudó a prevenir? ¿A paliar? ¿A lograr mejores condiciones de vida que evitaran la magnitud de la tragedia?

Me preocupa porque en cuanto pase la emergencia, la euforia y el interés noticiosos de los medios y de la comunidad internacional, en unos días, quizá en unas semanas, nos cansaremos y Haití volverá al olvido.

Me molesta la desmemoria de las audiencias. El hecho de que los ciclos informativos de las grandes cadenas internacionales, marquen el interés y la generosidad de los hombres.

Haití siempre estuvo ahí. Con su enorme pobreza, con sus dictaduras y sus afanes democratizadores, con su anomia, su estado fallido y su debilidad institucional. Siempre estuvo ahí su violencia y sus conflictos. Haití siempre estuvo ahí perdida en el Mar Caribe con su alta mortalidad infantil, con su falta de servicios médicos, con su falta de empleo y de oportunidades. Haití siempre estuvo ahí con sus contradicciones, con su analfabetismo y su desigualdad.

Y más grave aún es que existen muchos Haitis. Muchos países y comunidades que como Haití están abandonadas y pobres, a las que solo voltearemos a ver en una guerra como en Kosovo, en un tsunami como Indonesia, en una sequía como en África en un terremoto como Haití.

¿Por qué no somos capaces como civilización, como especie, de organizar esas jornadas de ayuda antes que venga la tragedia? ¿Por qué tenemos que llegar a ese clímax de desgracia para que todos reaccionemos y tengamos conciencia por una semana? ¿Por qué tenemos que esperar esas imágenes en los medios para tomar conciencia? ¿Por qué con toda nuestra supuesta sabiduría, con toda nuestra ciencia y toda nuestra tecnología, no somos capaces de evitar ese dolor?

Será tarea de sicólogos, antropólogos, sociólogos y politólogos el estudiar y explicar que extraño morbo, que compleja culpa, es la que mueve la conciencia de la humanidad en estas temporalidades espontáneas de conmoción y afecto, para pasar de inmediato al estadio permanente de indiferencia y olvido.

Aclaro, sostengo y digo, que por supuesto no se puede generalizar. Hay muchas organizaciones y personas que contribuyen y hacen algo siempre por los más desprotegidos. Pero son la excepción. Mi reflexión por supuesto aplica a la mayoría de toda esta clase de generosos de temporal.

El 11 de septiembre de 2001 murieron, según los datos oficiales del servicio forense de Nueva York 2,749 personas en la caída de las Torres Gemelas. Un acto bárbaro de terrorismo que motivó la reflexión y el debate de la humanidad por los siguientes años.

No sabemos y quizá nunca sabremos, cuantos haitianos murieron en el terremoto del 12 de enero de 2010. Las cifras van desde 50,000 hasta 200,000 personas muertas.

De primera impresión a nadie se le ocurriría comparar ambos eventos. Ambos son fenómenos que parecen muy distintos, en su sentido y en su impacto, en su origen y en sus consecuencias. Los dos eventos se dan en los extremos del PIB mundial en los polos opuestos del desarrollo económicos de América y del mundo.

Pero ambos eventos, coinciden en algo mucho más importante que en el simple hecho de ser islas, las dos desgracias representan igualmente muertos que revelan graves problemas de seguridad internacional.

Manhattan nos mostró el peor rostro del terrorismo. Haití nos mostró el peor rostro de la pobreza y de la marginación.

El mundo debe ver Haití, como en su momento vio Manhattan. Los dos hechos, los muertos de las dos islas, muestran problemas que ponen en riesgo la estabilidad, la viabilidad y la seguridad del mundo. El terrorismo y la pobreza deben ser vistos igualmente como problemas preocupantes y peligrosos para toda la comunidad internacional.

¿Entenderemos por fin que la pobreza es el problema más grave de nuestro tiempo? ¿Motivará Haití la misma reflexión que Manhattan en la comunidad internacional? ¿Entenderemos que la pobreza es un problema tan grave o más que el terrorismo? ¿Haremos algo diferente y estructural después de ver una desgracia como esta? ¿Los muertos de Haití tendrán igualmente la capacidad de despertar la conciencia de la sociedad, la atención y el interés de políticos, intelectuales y analistas, que los muertos de Manhattan?

Los hechos y las imágenes que hemos visto en Haití deben llevarnos a pensar que el mundo no es viable si es tan desigual. Si existen lugares con semejantes niveles de pobreza y marginación.

Haití hoy se quiebra y nos quiebra. No hay mejor palabra. Su quiebre debe generar igualmente un quiebre en nuestras conciencias.

Las imágenes y las crónicas nos regresan al estado natural. A la barbarie. Se burlan de la civilización humana y de toda idea y sentido de modernidad. Haití rompe todos nuestros paradigmas y las certidumbres de nuestro tiempo. Las imágenes en vivo y en directo de cientos de cadáveres enterrados con palas mecánicas, ponen en duda y en juego todas, nuestras teorías del estado y de la organización social.

La desgracia es de tal magnitud, que lo humano pierde orden, sentido y todo vestigio de dignidad. Se borran el nombre, la identidad, la personalidad y la historia individual. El hombre se hace cosa. Las imágenes de muerte y de necesidad de los primeros días se vuelven demenciales. El estado fallido, la anomia, la ley del más fuerte. Hombres y mujeres buscando agua en los charcos y comida en los escombros.

Las imágenes de hombres, mujeres y niños mal heridos. Sucios, polvosos, llorando. La imagen de un médico llorando su impotencia, su cansancio, y los límites de su ciencia. El caos. Cuerpos tirados en las calles como basura. Un grupo protesta haciendo una barricada con cadáveres. Un hombre es cargado en una carretilla de materiales. Otro camina y brinca barreras de cuerpos, como quien salta un seto de boj.

Otro hombre levanta un arma para defender una toma de agua. Anuncia los motines y el desorden del futuro. La muerte en la calle. Escenas de violencia y abandono. Heridos por todos lados. Decenas de hombres y mujeres atrapados, que nadie pudo rescatar. La ayuda atorada, imposible e insuficiente. Un escenario dantesco, increíble y aterrador en el que lo humano y la humanidad pierden sentido y explicación.

La desgracia quizá no era evitable, la magnitud y las proporciones sí. El terremoto no era previsible, la manera como se operó la ayuda y la emergencia sí. La muerte no era eludible, la indignidad del manejo de esos cuerpos, sí.

Sobre Haití no está dicho todo. Es imposible acabar. No debe acabar. No debemos olvidar. No debemos nunca regresar a la indiferencia. Es y debe ser una forma nueva de vivir y de hacer conciencia. Una nueva forma de humanidad. Haití como imagen para siempre, como recuerdo permanente, perpetuo, de lo que no hemos hecho, de lo que nos falta por hacer.

La Española puede ser un buen símbolo. En 1492 fue un lugar de encuentro de culturas y civilizaciones. En 2010 puede ser pretexto para pensar diferente la pobreza y la desigualdad.

En Puerto Príncipe Haití, una mujer gritaba bajo los escombros de un jardín de niños: "¡Sáquenme de aquí, me muero!". "¡Tengo dos niños conmigo!". (EL PAÍS 14.01.2010). La voz de esa mujer que pedía a gritos "¡sáquenme de aquí!" debe tener eco. Debe convertirse en un grito universal. Esa frase debe tener un nuevo sentido. Debe convertirse en un grito compartido. En un grito colectivo.

"¡Sáquenme de aquí!", es sáquenme de las ruinas de este edificio, pero es al mismo tiempo: "¡Sáquenme de esta miseria!" "¡Sáquenme de esta pobreza!" "¡Sáquenme del olvido, del abandono y de la indiferencia!"

¿Podremos sacarla de ahí?

Sabino Bastidas Colinas es analista político.

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_